Normalmente no suelo escribir reseñas sobre los libros que leo, pero el último trabajo de Emma Wilby merece unas palabras por las aportaciones que realiza a la revisión de los juicios de Zugarramurdi.
Este tema resulta particularmente sensible para mí, ya que nací en la localidad donde las víctimas fueron ajusticiadas y, además, mis antepasados por línea materna provienen de zonas vecinas al Valle del Baztán. Otro factor que incide de manera decisiva en mi reticencia a escuchar o leer cualquier contribución vinculada a este proceso es mi comprensión primitiva y mistérica de la “sorginkeria” o brujería vasca.
Mucho más de lo que desearía, tengo que enfrentarme a ese distorsionado discurso popular que oscila entre una versión romántica de la “sorgin” como herbolera o sanadora y una variante demonizada que preserva la imaginería caricaturesca de la Inquisición. Cada vez que alguien utiliza la palabra “akelarre” fuera de contexto como sinónimo de reunión de brujas o coven, algo en mí se retuerce por dentro, al igual que me sucede al oír la frase: “somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar” (afirmación que apoya la humanización inquisitorial de la “sorgin” y rechaza su componente mítico original señalado por Barandiarán).
Otro aspecto que ha nutrido mi rechazo a cualquier mención a la caza de brujas en Zugarramurdi ha sido el desinterés mostrado hacia otros procesos anteriores ocurridos en valles navarros cercanos o en el Duranguesado, los cuales revelan elementos folclóricos mucho más interesantes vinculados a creencias y prácticas anteriores al auge del cristianismo.
Por todas estas razones, a pesar de que admiro y tengo como referentes anteriores publicaciones de esta autora, me resistí inicialmente a comprar “Invoking the akelarre”. Por suerte, la doctora Wilby tuvo la amabilidad de enviarme un ejemplar a mi casa para que pudiera darle mi opinión e iniciar un debate tras leer su obra. Aquella iniciativa cambió por completo mi percepción sobre las aportaciones extranjeras al fenómeno de Zugarramurdi.
En primer lugar, quisiera alabar la acertada introducción al mundo vasco que la autora ha ubicado en el primer capítulo, señalando sus modos de vida, el rol de distintas figuras femeninas en la organización social, la independencia cultural debido a razones geográficas y sociopolíticas (autoridad de la nobleza, fueros, instituciones civiles…) y el peso de la transmisión oral como principal vía de acceso al conocimiento.
Otro aspecto a valorar muy positivamente son las consideraciones psicológicas hacia la influencia de la personalidad, educación y motivaciones de los magistrados, notarios, traductores y ayudantes involucrados en los procesos, así como al efecto de distintas formas de coerción y manipulación en los interrogatorios, más allá de las técnicas de tortura a las que tanto se alude sin mencionar que su aplicación era menos frecuente y estricta que la encontrada en otras regiones europeas o en los tribunales civiles peninsulares. Entre los tipos de falsos testimonios obtenidos destaca la presencia de malinterpretaciones, ficciones conscientes, falsas memorias y experiencias visionarias, aportando ejemplos textuales extraídos de fuentes primarias y secundarias que permiten comprender la forma en que fueron alterados.
Otro gran acierto del libro es estructurar el desarrollo de los siguientes capítulos para dar respuesta a las distintas afirmaciones inquisitoriales o crímenes atribuidos a las personas condenadas por brujería, en relación a distintas reminiscencias cosmogónicas, costumbres, prácticas sociales y ritos de magia popular u otra índole.
En el capítulo 5 explora la visión de la “sorgin” como entidad nocturna y vampírica, especialmente implacable con los infantes, conectándola con otras figuras mitológicas como Inguma o Gaueko y las memorias de pacientes a los cuales se les habían aplicado procedimientos médicos como el sangrado (antiguo sistema de equilibrado de los humores) o distintas perforaciones en las dependencias del monasterio de Urdax u hospitales próximos.
En el capítulo 6 analiza las acusaciones de daño a cultivos, ganado y personas a partir del uso de distintas sustancias venenosas: hierbas cuyos componentes tóxicos las convierten en potencialmente peligrosas, sustancias animales de mala reputación como el veneno de serpiente o sapo, así como la aplicación maliciosa de polvos y pócimas ponzoñosas. Conecta estos relatos con la fabricación doméstica de medicinas sin la precisión científica actual, no olvidando subrayar distintos rituales de protección del campo y el ganado, así como otras prácticas preventivas de magia folclórica en las cuales también se utilizaban plantas, partes o restos de animales y cenizas del hogar que se esparcían en los cultivos.
En relación a la inclusión de componentes prohibidos en la elaboración de ungüentos y preparados mágicos, en posteriores capítulos menciona el uso de cadáveres tanto en la práctica médica acreditada como en la medicina popular o la magia folclórica con propósitos de sanación. Particularmente los huesos, la grasa, la piel, la sangre y algunos órganos como el corazón eran muy codiciados. El uso de restos humanos en la farmacopea certificada o la exhibición de reliquias en las iglesias no representaba ningún delito, pero el hecho de obtener dichos restos por vías clandestinas (horcas, osarios, tumbas, etc) se vinculaba a la práctica de la necromancia como arte oscura.
Otro aspecto que visibiliza con gran lucidez es la extendida costumbre de desenterrar los restos humanos para darles una segunda sepultura una vez que la carne se ha descompuesto, cuestión que seguramente resultaba chocante fuera de nuestro contexto y que, por supuesto, daba acceso a restos humanos que normalmente no se usaban para hacer el mal. Asimismo, en Euskal Herria existieron hasta hace pocas décadas unos enterramientos especiales destinados a infantes no nacidos o que habían perecido prematuramente bajo el alero de la casa (“itxusuriak”) o en el huerto de la señora de la casa (“etxekandearen baratz”). Este tipo de sepulturas domésticas y las prácticas mortuorias asociadas a estas, al encontrarse fuera del control de la Iglesia, eran vistas como una amenaza de pervivencia de ritos considerados heréticos.
Adicionalmente, Wilby apunta a que el alto índice de mortalidad en la época, más elevado aún en el caso de madres o fetos con RH negativo (común entre la población vasca), hacía que se mantuviera un cierto desapego al infante hasta superar las primeras semanas de vida como un mecanismo de autoprotección emocional. No obstante, este mismo temor a la muerte prematura infantil sirvió de combustible a la Inquisición para señalar a la bruja como chivo expiatorio, atribuyéndole el crimen del infanticidio. De esa manera, las madres y padres de la comunidad se mostraban receptivos a ajusticiar a toda persona sospechosa de causar perjuicios a embarazadas, bebés o procesar los restos de un infante de forma ilícita.
En lo que respecta a la relación de la figura de la bruja con la práctica de la herbolaria y la sanación, la autora hace referencia a la existencia de curanderos/as pertenecientes a gremios o grupos socialmente reconocidos como el de los saludadores o ensalmadores, así como la presencia de prácticas de medicina popular clandestina que a veces coincidían con festividades señaladas como San Juan, la Candelaria o Santa Águeda. Dado que las referencias existentes en inglés o francés son bastante limitadas, un desarrollo más profundo de los diferentes especialistas no certificados y la historia de diversas figuras de reputado renombre en la comunidad, queda fuera de su alcance.
Un aspecto discutible es la conexión que establece, siguiendo los postulados de Roslyn Frank, entre los términos belargile, bedagin y braguine, para argumentar una posible explicación de por qué la “sorginkeria” ha estado intensamente asociada al uso de plantas, preparados, venenos y prácticas de sanación.
Para quienes no sepan euskera o no estén demasiado familiarizados con estos vocablos, “belargile” significa literalmente “hacedora o preparadora de hierbas” y es una palabra que comenzó a utilizarse en Zuberoa como sinónimo de “sorgin” en su sentido más maléfico debido al ajusticiamiento previo de herboleras en tribunales civiles por mala praxis. Por su parte, el término “bedagin” se compone de beda (prohibición, impedimento, cercamiento) y egin (hacer), pudiendo traducirse como “quien hace lo prohibido o fuera de los límites” (las piedras que separan fronteras, el vallado o espacios entre terrenos, cerco que contiene al ganado, los cotos de caza, etc). Por último, “braguine”, término francés utilizado en Iparralde para referirse a una ayudante de la “serora”, no aparece en los diccionarios ni bases de datos de la Academia de la Lengua Vasca y, por tanto, no puede equipararse a otros vocablos en euskera. De hecho, en Hegoalde (regiones del sur de Euskal Herria) no existía tal asistente.
Aunque Wilby representa correctamente a la “serora” como figura sacerdotal femenina con un papel destacado en ritos funerarios, no pasa por alto menciones de otros autores como Frank o Caro Baroja que hacen referencia a su participación en toques de campanas para ahuyentar las tormentas o el cuidado de enfermos.
Si bien es cierto que Aguirre Sorondo cita en su artículo sobre las ermitas de Hernani que, cuando se atisbaban nubarrones que anunciaban tempestad, la serora o el ermitaño hacían sonar la campana, ésta podía tocarse con dos finalidades: avisar a la parroquia de que tañesen las campanas grandes de la iglesia o utilizar el toque para alejarlas o conjurarlas (ritual de tentenublo). Originalmente, los “aztiak” especializados en magia atmosférica eran los encargados de convocar o ahuyentar las tormentas haciendo uso de fórmulas cantadas y “uztai bedar” (rumex crispus) en lo alto de las montañas. Posteriormente, muchos sacerdotes, especialmente en los Pirineos, trataron de suplirlos asumiendo sus funciones, subiéndose a la torre de la iglesia o acudiendo a los conjuraderos, esconjuraderos o comunidors para llevar a cabo estos rituales. Esto condujo posteriormente al ajusticiamiento de varios párrocos por brujería entre el S.XVI y XVII.
Por otra parte, a pesar de que existe una relación cosmogónica entre los difuntos y la meteorología por la supervivencia del mito de la Cacería Salvaje, debemos considerar el peso de las campanas de un templo, que dificulta el tañido por una sola persona, más aún si es una mujer con una constitución no demasiado recia. Si a eso le añadimos la asociación popular entre la “sorgin” y el poder de cambiar el clima, podemos inferir que muchas “serorak” evitarían involucrarse directamente en estas prácticas para no dar lugar a habladurías.
Otra cuestión a tener presente a la hora de establecer una vinculación entre las “serorak” y la práctica de la medicina popular es la existencia de diferentes tipos de beatas o freilas. Por un lado, había “serorak” dedicadas al cuidado de los santuarios, ceremonias funerarias, atención a difuntos y acompañamiento a familiares en situación de duelo. Por otro, estaban aquellas hermanas que se encargaban de atender a enfermos en hospitales como el de Urdax o dar asistencia a peregrinos en albergues a lo largo del Camino de Santiago.
Tanto en rituales mortuorios como a la hora de preparar curas se utilizaban plantas, pero no las mismas ni con un sentido similar. De hechos, había “serorak” que no poseían conocimientos de hierbas porque existían otras figuras femeninas que tenían un rol muy específico en dichas ceremonias de preparación del cadáver, velatorio y acompañamiento del difunto: etxekona (primera vecina que asistía a la Etxekoandre), mandarresa (anunciadora y convocadora de misa de aniversario), hil beztitzalea (vestidora de difuntos), erresadoriek/errezulariek (rezadoras que elevan el alma del muerto), chanteuses (cantoras que acompañan las oraciones), argizaina/ezkoandera (la portadora de la luz), ogiduna/aurrogia (la portadora del pan de muerto u ofrendas comestibles), adiagillek/erostariek/minduriak (plañideras),andariek (portadoras femeninas de niñas o chicas jóvenes), amabesotakoa (la madrina mortuoria del bebé no bautizado), emakumen segizioa (el cortejo femenino que sigue al cadáver)…
Lo que queda claro en la obra de Wilby es que la importancia social de estas figuras femeninas, así como la autonomía de las viudas o herederas con propiedades, incomodaba a figuras eclesiásticas y autoridades por igual. Desde luego, la independencia, fortaleza social, poder político y libertad sexual que la mujer vasca de buen nombre ha tenido históricamente, resultaba amenazador para individuos misóginos o ambiciosos. El hecho de que en aquella época aún se mantuvieran las uniones por convivencia sin necesidad de oficializar la pareja mediante el rito de matrimonio hasta el nacimiento de un/a hijo/a, también escandalizaba a muchos clérigos y puritanos con fuertes reparos morales. Es más, algunas fiestas populares propiciaban estos primeros acercamientos amorosos, simulando uniones sagradas, lo cual era aún más escandaloso.
Retomando los tópicos clásicos en relación a la imagen mítica de la bruja, la autora dedica varios capítulos a hablar de la vinculación con el Diablo y sus demonios, argumentando la pervivencia de diversas creencias paganas y ritos propiciatorios para atraer el favor de númenes, espíritus de la naturaleza, entidades domésticas y familiares o aliados en las prácticas mágicas. Destaca muy particularmente la mención reiterada del sapo en las actas judiciales como regalo del Diablo, tratando de conectar los relatos desdibujados con distintos usos en la medicina popular, la predicción del clima y ritos iniciáticos.
Asimismo, destina varios capítulos a analizar la construcción inquisitorial de la imagen del “akelarre” como un espacio de culto satánico en el cual se oficiaba una ceremonia grotesca que desacralizaba los elementos clave de la misa católica.
En primera instancia, enfatiza el papel que tuvieron distintos grupos religiosos y sociales que sirvieron de contrapeso y limitaron la hegemonía de la Iglesia Católica: cátaros, valdenses, protestantes, calvinistas, judíos, musulmanes, nuevos conversos, agotes y sectas como la de los “Alumbrados”. Cualquier desviación de la ortodoxia católica que pudiera estar mínimamente organizada representaba una amenaza y, por ello, los inquisidores involucrados en los procesos de Zugarramurdi se esforzaron por demostrar que los acusados no creían en meras supercherías o estaban involucrados en prácticas heterodoxas, sino que conformaban un culto que ponía en entredicho el poder de Dios y anunciaba la llegada de su opositor: el Anticristo.
En lo que respecta al ambiente festivo del Sabbath, a menudo representado como un paraíso terrenal donde la música, la danza, los banquetes y los encuentros sexuales eran los protagonistas, Wilby sugiere una sensata conexión con las festividades populares estacionales, en las cuales se entrelazaban procesiones, romerías o peregrinajes a lugares sagrados, representaciones teatrales y festejos comunales. Muy particularmente señala las canciones y bailes tradicionales asociados a celebraciones solsticiales y fiestas en honor a santos/as que sustituyen a otras figuras mitológicas anteriores, aunque preservando determinados elementos folclóricos que delatan su naturaleza pagana original. Dentro de las festividades de mayo subraya la tradición de elegir a doncellas regentes y sus consortes como inspiraciones potenciales que dieron forma a los relatos sobre la Reina y el Rey del Sabbath, representando a Mari acompañada de Maju o Akerbeltz (quienes luego serían identificados como el Diablo cristiano). Por otra parte, no olvida las antiguas descripciones del Otro Mundo como la Tierra de la Eterna Juventud o la versión católica del Paraíso como una suerte de renovado Jardín del Edén.
En cuanto a la evolución de la figura del Diablo, la autora menciona las representaciones populares iniciales en forma de dragón o gran serpiente (Tarasca) y otras apariencias monstruosas que incluyen cuernos, pezuñas, cola, garras o largas uñas. En los autos sacramentales, pastorales, comedias callejeras y mascaradas carnavalescas a menudo resulta difícil distinguir al gran Diablo de sus sirvientes demoniacos. La caricaturización burlesca de diversos personajes mitológicos, desde Jentilak (gigantes) hasta Mozorroak (pequeños duendes), sirvió aparentemente para ridiculizar a entidades que anteriormente tenían una consideración sagrada, pero también permitió conservar determinados rasgos característicos. Tal y como sostienen distintos académicos, con el paso del tiempo, la figura del Diablo se fue humanizando progresivamente, adoptando una apariencia atractiva, esbelta figura y elegantes atuendos.
El pacto con el Diablo ha sido otro de esos temas recurrentes en juicios por brujería. Dicho juramento de fidelidad implicaba renunciar a Dios, la Virgen o los/as Santos/as; un beso obsceno o encuentro carnal; recibir la marca del nuevo Señor junto con algún obsequio (riquezas, dones, espíritus familiares). Wilby apunta con mucho acierto a la importancia de las promesas dentro de la sociedad tradicional vasca. Estos juramentos se daban en distintos niveles de la sociedad: asunción de cargos eclesiásticos o civiles, entre nobles y sus sirvientes, en órdenes de caballería, en juntas o reuniones políticas, votos para obtener el favor de un santo o entidad protectora, iniciaciones en cofradías y sociedades secretas. En ritos de tipo religioso a menudo se hacían marcas con ceniza o aceite y en comuniones o confirmaciones se recibían presentes. En ceremonias presididas por reyes, nobles u obispos, se tenía también la costumbre de besar el anillo o algún objeto valioso (cruz, medallón, relicario…). Así pues, la autora sugiere razonablemente que muchos de estos testimonios pudieron emerger de memorias desvirtuadas de eventos tanto públicos como privados.
En lo que se refiere a acusaciones de canibalismo dentro de los banquetes sabáticos, en la obra se presentan diversas explicaciones que entrelazan determinadas creencias míticas (abducciones de espíritus depredadores o difuntos, antropofagia llevada a cabo por dragones u ogros, raptos de niños por “hombres del saco”, ofrendas de sangre a entidades nocturnas…), remedios que contenían restos humanos (grasa, sangre o polvo de hueso), relatos de canibalismo ritual en las Américas que llegaron hasta nuestras tierras y canibalismo simbólico en la ceremonia de la Eucaristía y otros ritos populares bajo el amparo de la Iglesia Católica (beber agua bendita pasada por las reliquias de santos, regar los campos con una infusión de agua bendita y huesos sagrados…).
Por último, dedica unas cuantas páginas a profundizar en los elementos que definen las “misas negras” como inversiones del oficio católico. Un aporte interesante por parte de la autora es la consideración hacia el uso adaptado de textos religiosos católicos, así como manuscritos judíos o musulmanes, por parte de hechiceros y practicantes de magia popular. Tampoco hay que dejar de lado las biblias o textos litúrgicos de otras corrientes dentro del cristianismo. Además, el hecho de que a menudo se celebraran misas votivas en prados, montañas, edificios civiles o capillas privadas, llevando altares portables y objetos religiosos, también despertaba críticas entre los católicos más ortodoxos. Por otro lado, la independencia de las “serorak” para llevar a cabo ceremonias religiosas en honor a los difuntos en altares domésticos o tumbas también suponía una alteración de la organización eclesiástica habitual. Asimismo, cabe destacar que muchos de los elementos usados en estos ritos (ropas, manteles, crespones, rosarios…) eran de color negro, lo cual pudo extrapolarse a la imaginería del Sabbath.
A todo lo anterior podemos añadir las parodias de “niños obispos” que escenifican de manera clara una inversión temporal del orden establecido heredado de la antigua Saturnalia y trasladado a las festividades navideñas o los carnavales, dependiendo de la región. Finalmente, cabe destacar el uso del maleficio litúrgico llevado a cabo por sacerdotes, el cual levantaba ampollas entre los católicos más conservadores, a pesar de que su práctica estaba bastante extendida entre el vulgo. La petición de intercesión divina para castigar a brujas, hechiceros y criminales fue una manera de contrarrestar los daños y perjuicios causados por estos. Concretamente, Barandiarán reportó en su día diferentes métodos de maleficio utilizados por los “aztiak”, como el uso de muñecos de cera o retorcer monedas robadas de la iglesia en cruces de caminos.
En resumen, “Invoking the akelarre” es un metódico trabajo de investigación fundamentado en las creencias populares, costumbres y modos de vida del pueblo vasco en la época en la que acontecieron los procesos inquisitoriales de Zugarramurdi. Va mucho más allá de superficiales consideraciones económicas, sociopolíticas o religiosas tratadas por otros investigadores. Teniendo en cuenta las limitaciones idiomáticas, el conocimiento somero de nuestro panteón y el hecho de que la autora no ha podido experimentar determinadas realidades locales, considero que ha hecho una gran labor para ayudar a desmitificar afirmaciones erróneas que han perjudicado negativamente la concepción de la “sorginkeria” en su sentido más primigenio, así como opacado otras prácticas folclóricas y mágicas de gran complejidad que solo pueden ser interpretadas correctamente en su contexto cultural y en el marco de un sincretismo coherente.
Por tanto, solo puedo recomendar a los descendientes en la Diáspora, otros lectores peninsulares e interesados en aprender más sobre la historia de Euskal Herria que lean la nueva publicación de Emma Wilby. Aunque no se esté completamente de acuerdo con todo lo expuesto a lo largo del libro, no se pueden ignorar las valiosas aportaciones de este trabajo a la comprensión del fenómeno.
Mi agradecimiento personal a la autora, con mis mejores deseos de que su obra reciba la consideración que merece.

Me ha traido hasta tu post una estúpida bronca en una red social donde abundan muchas “brujas”, sobretodo menores de 20 años y mayoritariamente americanos o británicos. El caso es que una de esas “brujas” afirmaba en un video que las viejas brujas adoraban al diablo. Tal afirmación, expuesta con tanta idiotez (dos libros, uno de los cuales he leido y, sinceramente, es totalmente olvidable), me sublevó. Me indigné. Me escoció. Me jorobó, vamos. Tras varios posts peleándonos ella va y me invita a informarme (manda cojones porque a mi edad te aseguro que he leído y mucho) y me menta a unos cuantos autores; qué casualidad que uno de ellos sea Emma Wilby.
Cuál no ha sido mi desconcierto al leer tu reseña! Y yo esperando hallar confirmación a la afirmación que las brujas adoraban al diablo! Madre mía, estos críos!
Aparte de la iluminación, me ha encantado tu detallada explicación del contenido del libro. En estas tierras navarras hubo ensañamiento. En mis tierras catalanas también hicieron alguna que otra animalada. Paz para nuestras inocentes muertas.
De bruja a bruja un beso.
Eskerrik asko
Gracias por mostrar interés en mi proyecto, Manuel. Agradezco la invitación, pero no me siento demasiado cómoda exponiéndome de manera pública en canales de Youtube y menos sin conocer a la persona que lo regenta. Si desea hacerme llegar alguna consulta o duda en relación a los contenidos, le ruego que contacte a través del correo electrónico o las redes sociales que se encuentran a disposición de quien quiera comunicarse conmigo.
Buenas Srta. Llevo tiempo siguiendo sus enlaces. Son verdadera escuela de aprendizaje. Es deseo para mi ,siempre y cuando usted desee, invitarla a mi canal de YouTube. Reitero, solo si usted desea. Muchas Manuel “Arkano XIII”.