Nació una noche de octubre de 1920, en el seno de una familia campesina. Era la séptima descendiente de su linaje, aunque la quinta superviviente tras la pérdida de dos bebés recién nacidos. Ocupó el vacío que había dejado la pequeña Rosario y este hecho marcó la relación que tuvo con este objeto religioso como elemento devocional.
Su niñez transcurrió feliz bajo la tutela de su abuela materna y arropada por el cariño de sus tías y sus hermanas mayores. Acudió a la escuela del pueblo, aprendiendo lectura y escritura básica, así como las “cuatro reglas” (sumar, restar, multiplicar y dividir), pero sucesos posteriores impidieron que continuara con su educación. Algunas de sus primas formaban parte de su grupo de amigas, las cuales solían reunirse en el desván de la casa de los Balda para disfrazarse y hacer comedias. Quienes la conocieron en esa época narran que era una niña risueña, hacendosa y disciplinada. Un hecho destacado en aquella etapa fue un accidente con un carro tirado por caballos, en el cual perdió la primera peseta que había recibido en su vida para comprarse ropa en la ciudad.
Durante su juventud sufrió los estragos de la Guerra Civil, lamentando el fallecimiento y asesinato de parientes en ambos bandos. En plena posguerra contrajo matrimonio con una labrador apuesto y trabajador de una localidad cercana, que había estado casi tres años sirviendo en el frente en tierras aragonesas. La pareja no tenía un real cuando se casó para arrendar una vivienda, así que compartieron domicilio con los padres y los hermanos solteros del esposo. La convivencia con la madre de su marido no siempre fue fácil, pero su templanza y el respeto a sus mayores fueron su brújula para manejar las tiranteces domésticas. ¿Qué familia no las tiene?
Su esposo la adoraba y le dio libertad en la gobernanza del hogar. Nunca le recriminó sus decisiones ni sus acciones. Era un matrimonio feliz, fundado en el respeto mutuo, el amor y la ilusión por hacer realidad un sueño común que, con esfuerzo y constancia, se hizo realidad: levantar su propia casa de labranza (“baserri”) y criar allí a su descendencia.
El parto de su primer hijo aconteció durante el Solsticio de Invierno. Fue un alumbramiento difícil que le dejó huella, pero aquello no la amedrentó. Trajo al mundo otro hijo y otras dos hijas. El mayor siguió el camino de su padre y su abuelo; el segundo estudió mecánica, pero también aprendió la cocina que ella hacía; la tercera, heredó las habilidades de costurera de su abuela paterna y ayudaba a cobrar letras (recibos); la última, cuya salud era más frágil, se crio entre el fértil valle y las corrientes del Mar Cantábrico, logrando superar una oposición para trabajar en la administración pública.
Como madre era exigente en el cumplimiento de los deberes, aunque cálida en la demostración de afecto. A cada cual le exigía según su capacidad y le proveía según su necesidad, siendo ejemplo de rectitud y justicia. Tenía un carácter protector, poniendo atención al cuidado integral de la salud, la educación y las compañías que frecuentaban sus hijos/as. Además, tenía un ojo clínico para evaluar a los demás e intuir la verdad en su mirada.
Dentro de su sencillez y sobriedad, poseía un punto de coquetería, atendiendo con mimo su aseo diario, el cuidado del cabello, la elección de ropa apropiada y joyas que otorgasen un toque de distinción, especialmente en ocasiones señaladas.
En lo que respecta a las relaciones comunitarias, se reunía con otras mujeres en la fuente a la cual acudían a recolectar agua, la mítica piedra en el río donde se congregaban a lavar la ropa y compartir anécdotas, el horno comunal donde exhibían sus creaciones y la salida de la iglesia donde se ponían al día de la actualidad social. Solo unas pocas tenían el privilegio de intercambiar confidencias a la luz de la lumbre. En ese sentido, era una mujer discreta, que huía de los rumores y las envidias entre vecinos, buscando siempre la conciliación.
Tenía un corazón generoso y todos los jornaleros que alguna vez ayudaron en las labores del campo recuerdan los almuerzos y dulces que les preparaba. También se preocupaba de los detalles de agradecimiento a sus vecinas y amistades. Asimismo, jamás le negó un plato de comida o asistencia a un necesitado.
Cumplía fielmente con las fiestas de guardar, los ritos correspondientes a cada fecha o transición vital destacable, las devociones a santos y otras figuras protectoras, así como con las atenciones a los difuntos y almas errantes. Nunca faltaron novenarios para los enfermos o esos espíritus que necesitan cerrar asuntos pendientes. Desde niñas educó a sus nietas, a mi muy en particular, para que prestásemos atención a estas ceremonias y cuidásemos del cementerio como nuestra segunda casa, pues como reza el dicho: “No somos de nosotros mismos, no existimos por nuestra decisión, sino por la de otro” (“Ez gara gure baitan; eza gara zure erabakiz, besteren erabakiz baino”).
La lección más dura en relación a los misterios de la muerte llegó de la mano del fallecimiento temprano de su marido, antes de que éste alcanzase la edad de jubilación. Las circunstancias en que se produjo la defunción fueron tremendamente difíciles y ella llevó un luto estricto durante más de tres años, aunque su corazón siguió portando un crespón negro hasta su partida de este mundo. No hubo noche que no besara la foto de su difunto amado para desearle las buenas noches y así sentirse un poco más cerca de él.

Con sus hijos/as ya casados, ella no pudo hacerse cargo del ganado, teniendo que renunciar a él, con las implicaciones que ello suponía. Aquella casa que llegó a albergar a 12 personas conviviendo entre sus paredes, al verse desierta, se convirtió más en un mausoleo que un hogar.
Así pues, se trasladó a un pequeño piso en la ciudad, cercano al domicilio de su hijo e hija medianos. Empezó a ocupar sus días en el cuidado de sus primeras nietas. En pocos años, llegaron más hasta completar el mágico número 7. Gracias a ellas, la casa familiar recuperó su vitalidad durante la época luminosa del año: desde Semana Santa hasta Todos los Santos.
Cada San Juan les compraba unos polluelos en la feria local para que aprendieran lo que implicaba cuidar de una granja. También les enseñaba a convivir con las camadas de gatos callejeros que se hospedaban en las antiguas cuadras. En una ocasión, por insistencia de una servidora, llegaron a adoptar a un cachorro abandonado que luego fue entrenado como perro de caza. Asimismo, las involucraba, en función de su edad y destreza, en distintas tareas domésticas y agrícolas. En las épocas de cosecha y preparación de conservas, las reunía para colaborar en los trabajos comunitarios (“auzolan”) mientras les contaba historias y cuentos populares.
Tras las labores, siempre quedaba tiempo para jugar en el patio o la calle, echar partidas de cartas, disfrazarse con las ropas viejas que guardaba en los armarios, revolcarse en el pajar o hacer el salvaje junto al río. También destacan las memorias de las tardes de lluvia en las que salían a buscar caracoles o aquellos momentos en que iban a pasear a la fresca y descubrían luciérnagas entre los matorrales.
En las noches más despejadas del verano, cenaban juntas en la terraza y luego apagaban las luces para contemplar las estrellas. La primera constelación que les enseño a identificar fue la Osa Mayor junto a la Vía Láctea. Las noches más emocionantes eran aquellas donde la luna llena adquiría una tonalidad especial o había lluvias de estrellas, veladas en que se podían pedir deseos.
La algarabía del verano se silenciaba con el comienzo del año escolar, un periodo acompañado de un aire de nostalgia y un murmullo en el corazón del hogar. Cuando se acercaba el otoño, la cocina de leña empezaba a emitir olor a sarmiento, madera seca y cáscaras de frutos secos. Llegaba el tiempo de las vendimias, las sopas de ajo, las garrapiñadas y las hojas de parra. También era el momento de recordar los antiguos modos de vida y las historias de nuestros ancestros.
La Etxea se sumía en un largo letargo invernal tras la celebración de Todos los Santos y el Día de Fieles Difuntos. Nuestra matriarca se alojaba en el domicilio de su hija menor para seguir ocupándose del cuidado y educación de su nieta predilecta, a quien seguía instruyendo en valores humanos y divinos en el entorno urbano, consintiéndola de tanto en tanto con sus platos favoritos.
Ella era quien congregaba a la familia durante las Navidades y festividades señaladas, quien recibía a las visitas con hospitalidad y gestionaba las relaciones comunitarias con otras familias. Era la voz sabia a la que acudir cuando necesitabas un consejo sobre una decisión trascendental, la roca que sostenía la estabilidad de sus seres queridos, quien validaba los enlaces amorosos o conexiones sociales, quien se encargaba de las cuestiones del alma que otros dejaban en un segundo plano.
Justo cuando había iniciado mi carrera profesional en otra región y me había independizado, recibí una llamada de mi madre informándome de que la “amona” había enfermado, solicitando mi asistencia. En aquel momento renuncié a un futuro posible por estar a su lado. Lo que no podía anticipar es que aquel viaje de retorno iba a suponer el comienzo de un sendero espiritual fuertemente enraizado en el territorio de origen y en las tradiciones locales de mis antepasados. Además, más tarde recibí el regalo de unir mi destino al compañero de vida que actualmente camina junto a mí.
El día de nuestra boda representó un rito de paso muy importante en mi desarrollo, pero también en lo que respecta al descubrimiento de muchos saberes reservados a quienes asumen el liderazgo de una nueva rama familiar. Ella guio mis pasos en aquel tránsito y sé que lo seguirá haciendo en los que están por venir, de otro modo.
“Por encima de todas las zarzas” no hubiera nacido sin su inspiración. Lo que soy ahora tampoco hubiera sido posible sin su sacrificio y ejemplo de vida durante sus bien aprovechados 100 años. El agradecimiento a su amor incondicional y legado es infinito. Ahora me corresponde honrar su memoria y tomar el testigo para que sus enseñanzas no perezcan.
Amona maitia, beti gogoratu zaitugu.
Gracias por tus palabras
Cuánto lo siento María, mi más sentido pésame.