Dada la importancia de la muerte en la cultura vasca, unas de las criaturas más temidas durante la época oscura del año eran las apariciones de difuntos o antepasados (hildakoen agerkundak). Entre el pueblo vasco era bien sabido que la muerte suponía una transición que no era inmediata y por eso se llevaban a cabo una serie de ritos para facilitar la transmigración y evitar que las almas quedasen atrapadas, vagando por los “caminos de muertos” (Hilbide, Difunten Bidea, Andabidea, Elizbide…). Además de las ceremonias habituales, ya descritas anteriormente, se evitaba hablar mal de los muertos e incluso se proscribía mencionarlos, a excepción de mentarlos para dirigirles oraciones u ofrendas con el fin de favorecer su tránsito. Otra práctica habitual era renovar el fuego del hogar, encendiendo de nuevo la chimenea tras el entierro, ya que el fuego era una representación de la vitalidad y existía una conexión muy clara entre éste, la casa y la sepultura. Con este ritual lo que se pretendía era “romper” simbólicamente el “cordón umbilical” entre la Etxea y el Elizbide para que el muerto no se sintiera apegado a su morada terrenal. En algunas localidades del norte de Euskal Herria, se mantenía la costumbre de reunir al cortejo fúnebre tras el entierro y los vecinos del finado encendían una hoguera delante de la puerta de la casa del difunto, formando los asistentes un círculo alrededor de ésta y rezando una oración sin la presencia del sacerdote.
No obstante, era frecuente que el difunto se apareciese o manifestase poco después de la muerte, mostrándose en su aspecto mortal, como una luz, una sombra, en el interior de los espejos o en forma de ruidos (crujir de las tablas del suelo o de los muebles, movimiento de hojas, arrastre de cadenas…). También era común que se quedase por un tiempo en el aposento donde falleció, o debajo del alero de la casa (por eso las Seroras iban al zaguán a rezar después del entierro). A veces también adoptaba la forma de un pájaro canoro y se posaba en los árboles cercanos a la casa o descansaba en el alfeizar de la ventana. Una forma de que no volviera a aparecerse era preguntarle qué quería y, tras cumplir su último deseo, voluntad o tarea pendiente, dejaba de manifestarse.
Quienes no tenían la fortuna de recibir estas atenciones por parte de sus parientes, se convertían en almas errantes (arimaerratu) y estaban condenadas a vagar por los caminos (andabideak), las encrucijadas o entre las zarzas. Normalmente se presentaban ante los vivos en forma de luz pálida (imbuidas de luz lunar); como alma luminosa portando la ropa con la que fueron enterrados y, a veces, una candela (argia); como sombras sin dueño (gerixetia); como un espectro con la figura que el difunto tenía en vida (izugarri); como una ráfaga de viento; o como un olor a aceite quemado en las orillas de los ríos o en las vaguadas. Estos encuentros ocurrían entre el Toque de Ánimas (anochecer) y el Toque del Alba (amanecer). Los aparecidos solían buscar la cooperación de los mortales para que les ofreciesen luz, alguna ofrenda o una oración (aliviando así su sufrimiento), o bien que realizasen una buena obra o acabasen asuntos pendientes por ellos, de modo que así pudiesen liberarse de su pena. Los vivos, a menudo, también pedían algún favor a las ánimas a cambio de su ayuda.
En Errenteria o Gernika, por ejemplo, si se sabía que un difunto tenía pendiente alguna promesa que cumplir, se iba al convento de las monjas y se le pedía a una de ellas que, ante el altar de la Virgen, rezase un rosario. A continuación, se daba una limosna y se encargaban varias misas por el fallecido. En Busturia, se describen encuentros en los que las almas errantes no aceptan rosarios y solicitan que se les enciendan velas en el altar o candelas frente a la imagen de la Virgen. En cambio, en Bermeo, se creía que una forma de liberar a las ánimas era acompañarlas en peregrinación a un lugar sagrado, como la ermita de San Juan de Gaztelugatxe. Esta creencia se fundamenta en la idea de que una de las tareas que realizan las almas errantes era cumplir con la asistencia a aquellas procesiones a las que no hubiese acudido en vida, cantando o rezando con una o dos velas en la mano.
Algunas de las precauciones que tomaban los aldeanos si deambulaban de noche eran:
- Nunca se debían dar tres vueltas a la casa después del Toque de las Ánimas.
- No caminar por las aceras, ya que se creía que los difuntos transitaban por ellas y nunca lo hacían por el centro de los caminos.
- No decir “gabon” (buenas noches) a los desconocidos, especialmente si se tenía la sospecha de que pudiese ser un “arimaerratia”.
- Si el difunto establecía contacto, había que averiguar si venía con buenas o malas intenciones con fórmulas como “parte onekoa edo parte txarrekoa zara?” (¿Eres de buena o mala parte?) o “parte onekoa bazara, zer gura dozun esaizu; parte txarrekoa bazara, zoaz nigandik zazpi estatuan” (Si eres de buena parte, dime lo que deseas; si eres de mala parte, visítame en siete estados).
- Nunca hay que tocar a un alma errante porque está impregnada del fuego del “purgatorio”, teniendo que poner un pañuelo entre medio para saludarle o recibir algo del difunto.
- Siempre que un vivo y un muerto viajasen juntos, el difunto debía ir siempre delante y el mortal detrás, ya que si se hacía a la inversa, el vivo acabaría cargando con el alma del difunto sobre sus espaldas.
Una manera de ahuyentar a los condenados era mostrando alguna cruz, medalla, escapulario o imagen sagrada y rezando “Angelus domine nuciavi marie…”, tres Avemarías, una oración “por las almas del purgatorio” y un Padrenuestro. Si el difunto seguía apareciéndose se le preguntaba: “¿Qué ofrenda me traes?” Entonces el espíritu debía contar su pecado, aquello que tenía pendiente o que no le permitía descansar. Una vez que esa tarea se completaba y el cura tocaba las campanas, quedaba liberado de toda culpa o carga.
Si el difunto merodeaba por los alrededores de la casa o llegaba a entrar en ella, se podía quemar una mezcla de artemisa (“zinta-belar”), manzanilla amarga (“andragiñe”), romero (“erromero”) y hierba de San Juan (“asiki-belar”) bendecidas el día de la Candelaria, o bien las hierbas bendecidas en la Noche de San Juan.
En caso de que el difunto se manifestase en sueños, oprimiendo el pecho del durmiente para extraerle parte de su fuerza vital, era costumbre arraigada en algunas localidades peregrinar a una iglesia o ermita dedicada a San Miguel, confesarse, comulgar y ofrecer una misa por el alma del condenado.
La extendida creencia en las “arimaerratu” dio pie a que se realizasen prácticas espiritistas, habitualmente durante la Noche de Difuntos. Éstas se hicieron especialmente populares durante la segunda mitad de la década de los años veinte. Las reuniones se organizaban en torno a una mesa de tres patas (Iru kaderako maijje) y el alma se comunicaba por el ruido de los golpes que hacían las patas. Pronto dichas prácticas fueron perseguidas por la Iglesia, la cual llevó a cabo duras campañas contra cualquier acto que implicase establecer contacto con los difuntos.