En la cosmología vasca, el concepto de Destino está íntimamente ligado al Adur, una energía mística femenina e interna que impregna su potencia trascendente en todos los seres, religa el cosmos en forma de una gran matriz interconectada de causas-efectos, propicia el encadenamiento de los sucesos y moviliza el devenir. La fuente primigenia de este Adur es la propia Mari, Diosa Madre que se hace y rehace a sí misma y transmite su poder creador-transmutador-destructor a sus hijos/as, sin distinción.
No obstante, la fuerza del Adur depende de la voluntad (“borondate”). No es posible interferir en el destino o infundir poder mágico sin la creencia sobre su potencia, el deseo consciente de producir cierto efecto ni la implicación afectiva que requiere. Además, Adur es una energía de atracción, de carácter relacional, que une una determinada realidad con su representación. Esto implica que la magia surge de una concepción simpática y que requiere de alguna operación psico-física para imbuir su influencia.
En resumen, el Adur se concibe como destino/suerte y también como la virtud mágica de alterar la realidad o el curso de los acontecimientos, produciendo efectos tanto benéficos como maléficos.
Los númenes y seres sobrenaturales son los principales portadores de este Adur. Mari manifiesta claramente su relación con el destino mediante el arte de hilar, el ritual de peinarse, su espejo, el acto de amasar y el símbolo de la tela de araña.
Barandiarán recogió algunos ejemplos de su representación como hilandera: en Zarautz y Oñate se la describe hilando con una rueca de oro; en Amezketa se dice que enrolla las madejas con una devanadera de oro que guarda en Aralar; los habitantes de Zuazo de Gamboa cuentan que se puede ver a la Dama haciendo ovillos de hilo de oro en su morada de Amboto, usando como devanadera los cuernos del propio Akerbeltz; en Goyaz, en cambio, dicen que desmadeja el ovillo en el portal de su habitación en la montaña de Murumendi cuando hay nubarrones tempestuosos en el cielo; en Elosua también narran haberla visto hilar sentada sobre una piedra en una noche de tormenta. En Muxika o Mundaka se la describe cosiendo con aguja, uniendo y cortando hilos, como alternativa para simbolizar su intervención sobre el destino.
En Otsibarre y en Amboto, se suele ver a la Señora en la entrada de su cueva peinando su hermosa melena con un peine de oro. En Zegama, Mari se sienta junto al fuego de su cocina para arreglarse el cabello con su peine. Cabe destacar que en euskera el término “orrazi” u “ozarri”, además de hacer referencia al peine, significa “carda” o “rastrillo”. Ortiz-Osés señala que el acto de cardar el pelo, la lana o la tierra son maneras similares de representar, no solo el poder sobre el destino, sino también la fertilización o fecundación como procesos mágicos. Esta asociación explica igualmente que el cardo silvestre sea utilizado como peine de las lamias y las sorginak. En ocasiones, el peine se reconvierte en sapo, en pata de cabra o cola de pez, reforzando el simbolismo sexual.
En algunas leyendas, Mari no aparece únicamente con un peine dorado en su mano derecha, sino con un espejo en la mano izquierda. El peine de oro simboliza la claridad solar, la vida, la sexualidad, la prosperidad, la transmutación alquímica y el renacimiento, mientras que el espejo se relaciona con la luna, la muerte, la videncia, la magia y el infortunio. Con su espejo, la Dama puede ver las acciones de sus hijos/as, reflejar la realidad más oscura y profunda de su alma (espejo de la verdad), detener la vida (matar), fijar el tiempo o aojar (maldecir).
Por su parte, el acto de amasar, representa el poder de materializar la realidad y darle forma. También simboliza el hecho de “amasar fortuna” o crear prosperidad.
Ortiz-Osés señala que una de las representaciones comunes del lado “negativo” de la Gran Madre de los vascos es la araña. Bähr destaca la importancia de la araña como animal folklórico, la cual fue considerada no solo como tejedora del destino, sino como una de las posibles moradas del alma. Concretamente, la falangia, una especie de araña, es denominada “grand mère” (gran madre o abuela) en la zona del pirineo vasco-francés. Además, Hornilla, subraya que la expresión “tela de araña” en euskera se traduce como “amama sare”, es decir, “red de la abuela” o “red de los ancestros femeninos”. De aquí se deduce la importancia de la transmisión del linaje por línea materna, así como la posibilidad de heredar los poderes mágicos de nuestras antepasadas.
Otros seres muy relacionados con el destino son las lamias, hadas en forma de hermosa mujer con pies de pato, oca, gallina o cabra. En las zonas costeras suelen tener cola de pez. En muchos lugares (Mundaka, Mendata, Gernika, Oñati, Leioa, Bermeo, Muxika, Elantxobe…) se las describe peinándose sobre una roca, en una sima, en un arroyo o manantial con peines de oro (“urrezko orraztokiekaz”), que a menudo son robados. No obstante, se advierte a los aldeanos de que no cojan ningún peine que encuentren en el suelo para evitar que una lamia pudiera venir a buscarlo o les arrebatara algo a cambio. También suelen portar broches y alfileres de oro, horquillas y otro tipo de alhajas que, si son tomados sin permiso, desatan su enojo o provocan su castigo.
Por naturaleza, las lamias suelen ser bondadosas, generosas y honorables. En diversas leyendas se las describe intercediendo a favor de los seres humanos. Por ejemplo, a un vecino de Dima le pilló una tormenta y se fue a refugiar a la cueva de Balzola. La lamia que vivía allí lo acogió y, antes de que dejase la cueva, premió su gentileza regalándole un trozo de carbón que luego se transformó en oro. Otra leyenda cuenta que la lamia de Lezao, conocida como Amilamia, también recompensó la bondad y valentía de Perikote “el tonto”, al cual sus amigos de Agurain enviaron a la cueva de la lamia apostando que no conseguiría hablar con ella ni traer algo que demostrara su encuentro. Sin embargo, él cumplió su parte y ella le regaló un cedazo del cual salía la harina más blanca, con la cual Perikote pudo ganarse la vida como el mejor panadero de la región. Asimismo, las lamias de Bazterrechea ayudaban a los baserritarras a arar los campos, abonar la tierra, limpiar las acequias y escardar los maizales a cambio de que les dejaran como ofrenda un cuenco de leche, cuajada, pan de trigo, tortas de maíz, migas con tocino o sidra. También se dice que las lamias de la montaña de Lesarantzu fueron las que construyeron el puente de Ligui. Por último, las lamias destacan como hilanderas, lavanderas y parteras, profesiones que también podemos asociar al destino.
Sin embargo, en ocasiones son ellas las que requieren de los servicios de los humanos para sanar una enfermedad o ser asistidas durante el parto. Concretamente, sus partos se producen en lugares como cavernas, lagunas o frondosos bosques que evocan la idea de fertilidad. Además, para poder entrar a los dominios de las lamias, que a menudo se encuentran bajo el agua o en el interior de la tierra, se debe golpear el suelo con una varita. Cuando una lamia está agonizando también suele reclamar la presencia de una persona, ya que no puede morir sin que un ser humano la vea y recite alguna plegaria ante ella.
Sin embargo, las leyendas también describen encuentros con lamias que acaban en fatalidad, pues tienen por costumbre poner a prueba a los humanos, exigiéndoles alguna suerte de condición o prohibición. Quienes suelen verse más perjudicados en estos encuentros, son los hombres que se enamoran de ellas por su singular belleza y no son capaces de cumplir su promesa. Una de las leyendas más famosas cuenta que Antxon, un pastor de Orozko, escuchó un hermoso canto mientras estaba en el monte con sus ovejas. Se acercó con curiosidad a la fuente de aquel sonido y descubrió a una bellísima mujer, peinando sus largos cabellos dorados con un peine de oro junto a un arroyo. Quedó prendado al momento y empezó a visitar cada cierto tiempo a la lamia. Finalmente se decidió a pedirle matrimonio y ella le regaló una sortija como prenda de su amor. Seguidamente, anunció su casamiento a su madre. La madre se interesó por saber quién era la afortunada, pero su hijo no supo decirle su nombre ni su origen. La madre, por la descripción, empezó a intuir que podía tratarse de una lamia y advirtió a su hijo que debía asegurarse de que su novia no tenía pies de ánade. El pastor fue a visitar de nuevo a su amada y, atendiendo a los consejos de su madre, se fijó en sus pies descubriendo ,para su pesar, que efectivamente su enamorada era una lamia. Regresó abatido a su casa y se metió en su cama. Tan grande era su tristeza que enfermó gravemente y finalmente murió de pena. El día del entierro, la lamia se acercó al cuerpo de su amado, cubriéndolo con una sábana bordada en oro y besó sus fríos labios. Siguió al cortejo hasta la puerta de la iglesia y luego regresó al monte llorando amargamente. Tanto lloró la lamia que acabó brotando un manantial que recuerda su amor imposible. En otras leyendas, la lamia consigue casarse con el mortal e incluso tener descendencia, pero el esposo quebranta la condición impuesta y la lamia desaparece. En algunos casos, llevándose a las hijas o regresando únicamente para el funeral de los hijos.
También existen narraciones en las cuales las lamias secuestran a aquellos/as que entran sin permiso a sus moradas o quebrantan la palabra dada. Una de ellas cuenta que una campesina descubrió accidentalmente a unas lamias que habitaban la cueva de Leizaga. Tras ser sorprendidas, le pidieron a la muchacha que no regresase más a cambio de oro. Sin embargo, ella no las obedeció y, al volver a visitarlas, desapareció para siempre. Otra leyenda cuenta que una joven hilandera de Mañaria encontró a unas lamias en un pozo cerca de una ermita y éstas le rogaron que no volviera a pasar por allí. Ella transgredió su prohibición y nunca más se la volvió a ver. Sus familiares la buscaron pero solo encontraron algunas de las cuentas de su rosario esparcidas por el suelo. Para prevenir estas desapariciones muchos aldeanos llevaban amuletos hechos de ruda y apio o vestían ropas tejidas con el hilo de Nochebuena (“gabonari”). También las ahuyentaba el “eguzkilore”, el canto del gallo o la luz del día. No obstante, para acabar con toda su estirpe, se debía arar la tierra que habitaban con novillos pardos nacidos el día de San Juan o siete novillos de siete años de edad, cuyas madres nunca hubieran sido ordeñadas.
Una leyenda de Deva resume muy bien el influjo del hado que envuelve a las lamias como criaturas del Destino, así como el ciclo de concepción, gestación y parto/muerte que se repite en muchas de las historias populares que protagonizan. En ella un viejo marinero se niega a atender a las señales del mar que le avisan de que no salga a pescar. Resistiéndose a su mala fortuna, sigue obligando a su tripulación a continuar navegando y faenando. Uno de sus grumetes, enamorado de la hija de su misteriosa esposa, sueña con la barca flotando por los aires que seguidamente se posa en un bosque de olivos donde se encuentran dos mujeres envueltas de un halo pálido, bailando. Él reconoce a las dos mujeres como la esposa del capitán y su amada. El marinero recibe tres trágicos presagios de muerte: el primero es una “ola de leche”; el segundo, una “ola de lágrimas”; el tercero, una “ola de sangre”. Efectivamente, cuando se echan a la mar, tienen que sortear una enorme ola con espuma blanca como la nieve. Después, se encuentran con otra ola clara y cristalina de la que surgía un vapor que quemaba los ojos y que lograron franquear a duras penas. Finalmente, en el horizonte apareció una terrible ola carmesí. El muchacho tuvo el impulso de lanzar un arpón hacia una criatura que emergía de la ola para atacar el barco. Entonces se escuchó un gemido lastimero y la ola, partida en dos, se precipitó sobre la costa teñida de sangre, sin afectar a los marineros que, por fin, lograron pescar en abundancia. Al regresar a casa, el capitán encontró a su esposa acostada con fuertes dolores en el vientre y con la cabeza hacia la pared, ocultando su rostro, hasta que exhaló su último aliento. La hija, enfurecida, maldice el destino del grumete y desaparece para siempre. El patrón, terriblemente afectado por la muerte de su mujer y la desaparición de su hija, enferma y muere poco después.
Otra de las figuras míticas ligadas al destino son las sorginak (brujas) que, en algunas versiones, son descritas como criaturas mitad humanas y mitad lamias. El término “sorgiña” es una combinación de “sortu” (suerte) y “gina” (hacedora), lo cual sugiere que el vocablo pudo traducirse o asociarse a las “hacedoras de niños” o matronas, muchas de las cuales luego fueron juzgadas como brujas. Uno de los objetos mágicos que Barandiarán vincula con las brujas es el “sorginardatz” o “huso de las brujas” que, en Zerain, llegó a convertirse en un juego tradicional que consistía en un palo de 10 cm de largo, rodeado por un surco o muesca en el cual se colocan dos cuerdas unidas por los extremos. Si se cogen las dos cuerdas con los pulgares, retorciéndolas y estirándolas, se consigue que el huso gire con un fuerte zumbido. De ahí que el juguete haya recibido los nombres de “burrun” o “furrugila”, entre otros. También son famosas las “sorgingoaiziak” o “tijeras de brujas”, un sistema hecho con listones enlazados en serie con unos ejes que permitían que el instrumento girase. Separando o juntando los extremos, se podía contraer o prolongar, imitando el gesto de cortar o atenazar. Algunos personajes de los carnavales vascos aún llevan este tipo de herramienta a modo de reminiscencia.
Otros objetos vinculados a las brujas como mediadoras del destino son el libro y el alfiletero. En un caserío cerca de San Sebastián, Barandiarán recogió el testimonio de que las brujas suelen tener un libro en el que guardan el secreto de todos sus poderes. Antes de morir, tienen que entregárselo a alguien a cambio de una moneda o un objeto que supere el valor de una de las antiguas pesetas. Si es un sacerdote quien lo recibe, poseerá el libro durante el tiempo en que tarde en consumirse una cerilla. Por su parte, el alfiletero o canutillo (“jostorratz”) es un recipiente que se coloca abierto sobre matojos de zarzas durante la noche de San Juan para atraer a duendes o genios al servicio de la bruja. Estos seres reciben el nombre de “mamur”, “mozorro”, “autzek”, “gaizkiñak”, “galtzagorriak” o “enemiguillos”.
Barandiarán también describe a unos seres de similar naturaleza denominados “Patuek”, que vendrían a ser una suerte de “hados familiares”, al estilo de los Genius romanos, la Fylgja nórdica o el Fetch, con sus propios matices autóctonos. Con la ayuda de estos genios se cree que se pueden conseguir hazañas extraordinarias. Autores como Wentworth Webster o Jean François Cerquand, han asociado el término singular Patu, que significa hado o suerte, al hecho de que las sorginak no podían morir sin haber donado a sus familiares a alguien que los aceptase o haberlos vendido por un precio simbólico superior al que los adquirieron. Esto sugiere, según su opinión, que estaban ligados a sus dueños/as por un pacto tremendamente sólido que ,quizás alguna vez fue parte del saber popular, pero que ha sido olvidado por la pérdida del conocimiento que se transmite oralmente. Si esto fuese así, vendría a reforzar la relación del Patu con el Fetch como doble espiritual. Desde mi experiencia personal, apoyo esta conexión. Considero que el Patu sería la esencia del totemismo vasco, que existe en versión animal (generalmente masculina) y también vegetal (habitualmente femenina).
Para acabar, merece la pena nombrar algunas plantas y animales, asociadas igualmente a las sorginak, que refuerzan su vinculación con el destino y el poder de transmutación:
- Sorginorrazi o “peine de las brujas” (Cardus ciprus)
- Sorginorratz o “alfiler de las brujas” (Libélula)
- Sorginkhilo o “rueca de las brujas” (tipo de junco que crece en Lapurdi)
- Sorginegur o “árbol de las brujas” ( Crataegus laevigata o espino navarro)
- Sorginbelar o “hierba de las brujas” (Atropa Belladona)
- Sorginira o “helecho de las brujas” (Athyrium filix-femina)
- Sorgintxori o “pájaro de las brujas” (Certhia familiaris o agateadores)
- Sorginoilo o “gallina de brujas” (mariposa)