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Ritos de renovación cósmica y augurios anuales

La Nochevieja (Urte-zahar) y el Año Nuevo (Urte-berri) están cargados de un profundo simbolismo, pues suponen una franja de finalización de un ciclo e inicio del siguiente. Dentro del folklore europeo se considera particularmente relevante el periodo de 12 noches que va desde la Nochebuena a la Epifanía, aunque en algunos lugares del norte del continente se tiene más en cuenta la docena que va desde Santa Lucía a Navidad. En cualquier caso, el número representa el conjunto de meses que componen el año solar dentro del calendario gregoriano. Siguiendo una correspondencia simbólica, este momento se destina a la regeneración del tiempo cosmogónico mediante diversos rituales populares de purificación, renovación y adivinación en distintas modalidades.

Recordemos que este lindero temporal situado en torno al Solsticio de Invierno suponía el apogeo de la época de desgobierno, donde entidades caóticas y terroríficas (incluyendo las brujas, los hombres lobo y las almas de los muertos) campaban a sus anchas por el mundo, diezmando aquello que debía ser eliminado y ajustando cuentas pendientes (recompensando o castigando) para garantizar el reequilibrado cósmico. Esta restructuración salvaje del orden establecido era necesaria para que pudiera producirse el renacimiento efectivo del sol y el reinicio de otra etapa de florecimiento y prosperidad posterior.

En Grecia, en estas fechas, se celebraba la Lenaia para conmemorar el renacimiento de Dionisos tras su asesinato a manos de los Cíclopes. En Roma tenía lugar la Saturnalia, en la cual se festejaba el final de los trabajos agrícolas y el descanso de los esclavos tras sus esfuerzos en el campo. Durante estas festividades las jerarquías perdían su poder y se producía una inversión en los roles sociales. Asimismo, los excesos, las excentricidades, el libertinaje y cualquier actividad jocosa eran permitidos como expresión de esas fuerzas caóticas de la naturaleza. En época medieval, el “rey del desgobierno” tomó la forma del “abad del júbilo” o “rey del carnaval”.

Dentro de nuestro territorio encontramos reminiscencias de estas influencias greco-latinas en la denominada “fiesta de los obispillos” o “festa del bisbetó”, coincidiendo con el día de San Nicolás (6 de diciembre) o de los Santos Inocentes (28 de diciembre). En ella, un niño de entre 7 y 14 años, normalmente de condición humilde, era disfrazado con los ropajes y ornamentos propios de un obispo. En ocasiones, el obispo era acompañado de un par de canónigos o monaguillos que le servían de escolta, o bien por una comitiva compuesta por el resto de sus compañeros. Las niñas que se unían solían tener un papel secundario como cesteras o recaudadoras de las ofrendas recibidas. No obstante, en Larraona hay constancia de que el obispo iba acompañado por una reina vestida de blanco, al estilo de la doncella elegida para encarnar a Santa Lucía en los Países Nórdicos (imagen cristianizada de la Diosa Sól o Sunna).

El grupo realizaba parodias y cantaba coplillas burlescas de casa en casa, recibiendo comida o dinero a cambio de su actuación. Con lo recibido se organizaba una merienda y lo que sobraba se donaba a la iglesia o alguna organización de caridad. Existen registros más antiguos que atestiguan la bendición del hogar, los campos y las cuadras por parte del niño-obispo con agua bendita (a veces, también con hisopo), así como la costumbre de rezar por los difuntos de la casa. Además, en algunos pueblos se realizaba el “juego del gallo”. Quien ejercía de obispillo debía localizar al animal con los ojos vendados y darle unos toques con una espada de madera, como si fuera a matarla. Originalmente sí que se descabezaba al gallo para sacrificarlo y comerlo como parte del festín. En la actualidad esta tradición se ha perdido en muchas localidades y solo se preservan las cuestaciones con sus tonadillas.

Durante la Nochevieja en muchos lugares de Euskal Herria fue habitual, igualmente, despedir el año con gestos y frases burlescos. En Gorriti los jóvenes exteriorizaban su jolgorio con el repique continuo de campanas, que se prolongaban desde la medianoche hasta el alba. Cada vez que se turnaban para que el clamor no cesara, tomaban un trago de anís u otro licor que tuvieran a su alcance. En Artaza, los mozos aporreaban las puertas de las casas con palos de acebo y pellejos encendidos, mientras se pasaban una bota de vino y gritaban: “Año Nuevo, Año Viejo, que se termine el pellejo”. En Larraona eran los niños los que correteaban con los pellejos incendiados diciendo: “a quemar el culo al año viejo, con un pellejo viejo, viejo…”. En Araia se encendían hogueras en los altozanos de la villa y se repetía el lema: “erre, ipurdia, erre…” (quemar el trasero al año viejo).

Satrústegui asocia al Olentzero con esta personificación del tiempo en forma de anciano. En algunos pueblos de Navarra, Álava, Guipúzcoa, La Rioja y la comarca burgalesa de La Bureba, este personaje aparece como un gigante con tantos ojos o narices como días tiene el año. En Larraun, también se conoce al Olentzero como el “hombre de los 366 ojos” (año bisiesto). Marliave, por su parte, destaca al Ome deths Nases del folklore aranés, un ser monstruoso que pasa por los fogones de las casas en la noche del 31 de diciembre y pierde todas sus narices el 1 de enero. En otras zonas del Pirineo Catalán y Francés (Haute Ariège y Pays de Sault) aún hallamos referencias al Ome negra u Home negre (Hombre Negro). En otros puntos de la Península encontramos figuras similares como el Apalpador o el Pandigueiro gallego, L’Angulero astuariano, el Esteru cántabro o el Tientapanzas andaluz.

Otra costumbre muy extendida durante la Nochevieja es encender hogueras para quemar dentro de ellas ropa, calzado u objetos de los cuales uno desea desprenderse. Antiguamente, en Berriz solían recorrer los caseríos en busca de aperos de labranza que estuvieran estropeados y debían ser renovados para comenzar bien el siguiente ciclo agrícola. Dentro del hogar, en algunas localidades, también se quemaba el “tronco de Navidad” (Gabonzuzi, Sukileku, Txunbil, Xubilar, Txakurtegi, Baztarreko, Onontzaro-mokor…) en Nochevieja, en lugar de en Nochebuena, como ocurría en Olaeta. En Llodio, Salvatierra, Guinando, Arrieta y Desojo se mantenía el tronco ardiendo desde Nochebuena hasta Año Nuevo. En cambio, en Larraona, Elcoaz, Jacoisti, Larequi, Ongoz, Aristu, Eparoz, Ezcaniz y Zabalza, debía arder hasta el día de Reyes. A los restos o cenizas de este tronco se le atribuían propiedades mágicas como guardarse de las tormentas, protegerse contra la enfermedad o los maleficios, fertilizar los campos, bendecir a los animales domésticos y espantar a las brujas o los malos espíritus.

La Noche de San Silvestre (31 de diciembre) posee unas particulares connotaciones mágicas en varios lugares de la Península, especialmente en Cataluña, pues se cree que en esta fecha se reúnen las brujas. A pesar de que el territorio vasco-navarro se encuentra más arraigada la devoción a San Nicolás (o, en su defecto, San Gregorio), en Tierra Estella (Navarra) y algunas zonas de Vizcaya (Orozko, Galdames) se tenía la costumbre de hacer cuestaciones o romerías en la cima de un monte. En Barbarain se entonaba la siguiente canción para pedir el aguinaldo:

“San Silvestre

que nos libre de la peste.

Nos darán colaciones

para este noche.

Menderute, menderute,

en cada casa un almute,

mendrán, menderán,

en cada casa un cuartal.”

*Nota: el almute y el cuartal eran medidas de volumen en el Reino de Navarra. Un almute o saskito equivalía a 1.769 litros y suponía la cuarta parte de un cuartal. El almud también era un pequeño cajón de madera de 17 cm de lado por 9 cm de ancho que servía como recipiente, aunque existen danzas donde se baila sobre él.

El agua es otro de los elementos con gran simbolismo ritual en este momento. Además de tener la virtud de purificar, sanar o neutralizar el mal, posee una transcendencia esencial en la creación del mundo, en la regeneración de la vida y la fertilidad. Tanto las aguas del firmamento como las represadas en los mares y cursos de agua dulce, conformaban pilares centrales en la concepción cosmogónica de los pueblos antiguos. La renovación del agua celeste y terreste al final e inicio de año evita el estancamiento y revitaliza a la tierra dormida, aparentemente inerte.

En el caso vasco, la expresión “Urte berri on” que se utiliza para felicitar el año entrante hace referencia precisamente a esa agua nueva que vivifica y aporta bendiciones. Según Satrústegui, dicha agua era recogida de ciertas fuentes de los valles de Basaburua, Imotz, Larraun, Baztán, Barranca, Burunda y Arakil cuando daban las doce campanadas. Posteriormente, se distribuía por los hogares como forma de purificación y protección de cara al año que comenzaba: en unos lugares se daba prioridad a los cargos públicos como el cura o el alcalde y en otros se dirigían a la señora de la casa (etxekoandre), agasajándola con piropos. Ante ellos los jóvenes recitaban rimas donde aludían a las “aguas de arriba” (Ur goiena) y las “aguas de abajo” (ur barrena):

“Ur goiena, Ur barrena

Urteberri egun ona

Graziarékin osasuna

Pakearékin ontasuna

Jaungoikuak dizuela egun ona”

Traducción: “Agua cimera, agua profunda. Buen día de Año Nuevo. Salud y gracia, hacienda y paz. Que Dios os conceda un buen día” (Urdiain).

En Nabarte (Baztán) observamos una variente en la cual se extrae el agua de la capa de contacto de un pozo o manantial en lugar de una fuente. La fórmula que se recita adopta la forma de un saludo al agua, con ciertas connotaciones adivinatorias:

“Urteberri berri,

zer ekarri berri?

Uraren gaña

lena ta azkena”

Traducción: “Año Nuevo, nuevo, ¿qué nuevas traes? La encimera del agua, primera y última”

 Azkue también da cuenta de otro saludo al agua en Etxalar:

“Ela, ela!

Nor da, nor da?

Ni naiz, urteberri.

Zer dakartzu berri?

Uraren gaina,

bakea ta osasuna.”

El autor aclara que la expresión “ela!” se utilizaba en ciertas regiones como una forma de saludo a un recién llegado. En este caso, el vocablo se dirige a la personificación del Año Nuevo, a quien se le pregunta qué noticias trae. El recién llegado contesta, a modo de bendición: “la nata del agua, paz y salud”.

Satrústegui también da cuenta de que en localidades como Lekaroz y Valcarlos se creía que al inicio del año las piedras podían convertirse en pan y las aguas en vino. Concretamente, en este primer enclave se creía que la Nochevieja (como espíritu anciano, portador de sabiduría) tenía el poder de convertir el agua del río en vino a las doce de la noche. En Valcarlos se decía que, quien tuviera la oportunidad de contemplar semejante milagro, disfrutaría de plena felicidad, mientras que quien fracasase en el intento podía ser transformado en hombre lobo (gizotsu). Algunos labradores de la Cuenca de Pamplona, siguiendo esta superstición, ocultaban un porrón de agua debajo de las berzas antes de dar las doce, con la esperanza de verlo convertido en vino o aguardiente. En Amurrio (Álava) también beben agua de un porrón de vino durante la Nochevieja.

El inicio de año era considerado y sigue siendo entendido como una época favorable para llevar a cabo rituales de sanación. En la frontera entre Navarra y el Alto Aragón se han recogido testimonios de informantes que contaban que alguno de sus antecesores había sido pasado por el hueco de un roble para tratar las hernias infantiles, coincidiendo con las doce campanadas. En otras zonas, como el Valle de Aezkoa, este mismo rito tenía lugar en San Juan.

El roble, además de estar vinculado a la sanación, también era fundamental para asegurar la protección del hogar. En muchos puntos del territorio euskaldun se conserva la costumbre de talar este árbol en el cuarto menguante más cercano al día de Año Nuevo o justo al iniciar el año, dejándolo secar durante un año o dos. Estos troncos se utilizaban para confeccionar las vigas de carga de la casa familiar, pues se creía que la madera se volvía incorruptible o, al menos, era notablemente más duradera. En contra de lo que dicta la sabiduría popular, modernos estudios científicos han demostrado que es mejor realizar este procedimiento en cuarto creciente.

Por otra parte, tanto la Nochevieja como los primeros días del nuevo año eran y continúan siendo momentos propicios para hacer pronósticos mediante distintos sistemas adivinatorios. Satrústegui describió un rito sencillo, usando como foco un huevo (ovomancia). El 31 de diciembre, a la medianoche, debía verterse un huevo fresco en un vaso lleno de agua (a ser posible, procedente de una de las fuentes donde se recogiese el agua nueva). Se esperaba a que la yema se depositara en el fondo, al tiempo que la clara se iba diluyendo e iba dibujando formas extrañas. Al día siguiente, dichos signos eran interpretados a la luz de una vela. Este mismo sistema es bastante popular en Escandinavia y lo encontramos en las modernas prácticas de Spå dentro del paganismo nórdico (Ásatrú, Forn Sidr, Odinismo) o el trolldom (brujería tradicional nórdica). Podéis escuchar la explicación completa y ver el procedimiento en este vídeo de Ræveðis.

Las “suertes meteorológicas o “jours de sort” también son especialmente observadas en esta época. Simbólicamente, cada una de las predicciones o augurios extraídos durante esos primeros días se relacionaba directamente con un mes del año, estableciendo una correspondencia entre el microcosmos y el macrocosmos. Uno de los métodos más rudimentarios para extraer los pronósticos meteorológicos era el llamado “calendario de la cebolla”. Éste consistía en pelar una cebolla a medianoche, cortarla por la mitad e ir extrayendo doce capas, una por cada mes del año. Dichas capas se colocaban en fila, boca arriba, y eran espolvoreadas con sal. Si en el día de Año Nuevo habían desprendido bastante jugo, podía deducirse que ese mes sería lluvioso. En los casos en los que la pieza de cebolla estuviera intacta, quería decir que ese mes sería seco. Esta tradición ha estado más presente en el Pirineos Aragonés, aunque también podemos encontrarla en otros puntos del Pirineo Navarro, Catalán y Francés, así como en otras zonas de España y Europa.

No obstante, el oráculo autóctono para determinar la meteorología y los augurios anuales era el Zotalegun, Sortelegun o Sotelegun, el cual sigue una lógica muy similar a las cabañuelas o las témporas. El origen remoto de esta práctica enlaza con su etimología. El vocablo “zotal” en euskera significa “pedazo de tierra” (arrancada con una herramienta agrícola), pero también hace referencia a un tipo de pájaro. Históricamente, está documentada la adivinación a través de la observación del vuelo de las aves entre los vascones y los vacceos antes de la llegada de los romanos. La primera referencia escrita la encontramos en la biografía del emperador Alejandro Severo, datada en torno al 400 d.C. Este gobernante estaba versado en el arte de los arúspices y se le consideraba tan experto que “aventajaba tanto a los vascones de Hispania como a los augures de Panonia”. Más tarde, el biógrafo de San Amando, que vivió entre los vascones durante los siglos VI y VII, opinaba que el pueblo vascón estaba “extraviado de tal manera que se entrega a los augurios y a todo error e incluso adora a ídolos en vez de a Dios…”. Esto también nos ofrece indicios de que los antiguos vascos no fueron precisamente fáciles de cristianizar. Algunos autores apuntan a que los posteriores “aztiak” (adivinos, hechiceros) heredaron estas técnicas de sus antecesores y que esta forma de adivinación fue de uso relativamente común hasta el s.XVI.

Volviendo a la etimología, no nos puede pasar desapercibido que la expresión Zorionak”, que utilizamos tanto durante la Navidad para desear felicidad, procede de “txori-onak” (buenos pájaros). Por otro lado, cuando nos referimos a una desgracia, usamos el término “zoritxarra” (mal pájaro o pájaro de mal agüero). Mitológicamente, el pájaro que es considerado más auspicioso es el “txantxangorri” o petirrojo (Erithacus rubecula) , mientras que el ave peor vista es “txepetxa” o chochín común (Troglodytes troglodytes). En Orozko hay una leyenda que cuenta que “txepetxa” defecó sobre el hombro de Cristo durante la crucifixión, mientras que “txindor” intentaba quitarle las espinas de su corona. Esta historia enlaza con otros relatos europeos de época medieval en los que se narra él sacrificio del petirrojo por aliviar el dolor de Jesús, a costa de ser herido por los pinchos que le atravesaban. También con la leyenda del Robin de los Bosques, apodado Robin Hood. Asimismo, se relaciona con el mito que describe la lucha y continua alternancia entre el Rey Roble y el Rey Acebo, gobernantes del periodo luminoso y oscuro del año, respectivamente.

Actualmente, en Isla de Man, Irlanda y otros lugares de influencia celta, aún se mantiene la tradición de cazar al chochín (“Hunt the wren“) el día de San Esteban (26 de diciembre). Dentro de nuestras fronteras, existen registros de una costumbre semejante en Galicia, conocida como la “Cacería del Rey Charlo” (S.XVI). Además, en el Sur de Francia se celebraba la Fête du Roi de l’Oiseau y aún se pueden encontrar algunas reminiscencias de esta fiesta en Le Puy-en-Velay.

 

Bibliografía consultada:

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http://trolldomhoodoo.blogspot.com/2013/09/spadom-and-divination-in-norse-trolldom.html

https://clantubalcain.com/2015/01/01/12th-night-hunting-the-wren/?fbclid=IwAR2n8DVcVIeNM5auWjiTi084mqEZr7e4Z2NRZn4xIoiyG89TbglJzM5bQzk

 

 

 

 

 

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