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Oficios vinculados a la magia y la brujería en la cultura euskaldun

En Euskal Herria, al igual que en otros territorios peninsulares y europeos, encontramos una extendida asociación popular de ciertas profesiones u oficios con determinadas prácticas mágicas y con la brujería. En algunos casos, esa relación ha adquirido tal intensidad que ha dado lugar a una fusión y confusión de conceptos, a pesar de que en origen y en esencia podemos diferenciarlos con suficiente claridad.

La primera y más alejada de su realidad subyacente es la identificación de un/a herbolero/a con un/a hechicero/a o brujo/a. Entendamos al herbolero/a como la persona que conoce, recoge y cultiva plantas y es capaz de elaborar distintas preparaciones con propósitos terapéuticos. Este oficio antiguo estaría directamente vinculado a la medicina natural y la moderna fitoterapia, siendo precursor de la farmacología. Alguien que es herbolero/a posee conocimientos de botánica, biología, química y física y se dedica a ponerlos al servicio de aliviar aquellos malestares con una causa natural.

Esta puntualización no es para nada trivial, ya que desde el punto de vista de la cosmología vasca hay una distinción fundamental de principios energéticos y realidades surgidas a partir de ellos: “indar” (física, natural, en la que se establece una relación de causa-efecto) y “adur” (sobrenatural, mágica, más allá de cualquier explicación lógica). Partiendo de esta premisa, se establece una diferenciación entre aquellas enfermedades que tienen un origen natural (“berezko”) por contaminación, contagio, infección, accidente, exposición a ciertas sustancias o condiciones ambientales y pueden curarse con remedios medicinales (“sendagaiak”) o procesos terapéuticos mundanos; las causadas por poderes mágicos o entidades sobrenaturales (“aidetikakoak”) que requieren de la oración, la bendición de un miembro del clero, la peregrinación a un santuario o la intercesión de alguien que practique la magia.

En nuestra mitología, particularmente en zonas del Pirineo, “Aide”, “Aideko”, “Aidetikako” o “Aidegatxo” es un espíritu del aire (normalmente invisible) que puede tomar la forma de nube baja o niebla. Se le considera un numen activo y de mal carácter que suele provocar desgracias o enfermedades cuyo origen es desconocido. Además de este genio, existen otros seres sobrenaturales considerados maléficos que pueden producir síntomas físicos y psicológicos e incluso provocar la muerte como es el caso de “Etsai”, “Inguma”, los “gaizkiñek”, los “ieltxuak”, los “intxisuak”, los “mamarroak” o “famerijelak” al servicio de un/a hechicero/a o un/a brujo/a. Entidades aparentemente más benéficas como las “lamiak” (como “fatas” que pueden modificar el destino) y su regente la diosa Mari también pueden maldecir con la infertilidad, la debilidad, la falta de salud, la locura e incluso la muerte a quienes les hayan ofendido. Asimismo, un/a practicante de magia capaz de entrar en comunión con ciertos poderes, pero muy especialmente los/as brujos/as que han experimentado un proceso de iniciación, pueden causar daño. Por último, cualquier persona que dirija una voluntad negativa hacia otro individuo con suficiente intensidad, puede “aojarle” y perjudicar su bienestar general.

Volviendo a la filiación histórico-cultural establecida entre el/la herbolero/a y el/la hechicero/a o brujo/a, quisiera hacer un análisis desde el punto de vista de la etimología. A nivel lingüístico, el término euskérico que mejor describiría la actividad de un/a herbolero/a sería “belargile” o “belagile” que significa literalmente “hacedor/a o preparador/a de hierbas. No obstante, si buscáis esta palabra en un diccionario moderno de euskera unificado (“batua”) os encontraréis con que la traducción es “brujo/a” o “hechicero/a” (aunque en la mente de un/a nativo/a la representación que acude inconscientemente es la de una bruja cruel). Incluso en Euskaltzaindia, la Real Academia de la Lengua Vasca, persiste esta acepción. Por lo que he estado investigando desde una perspectiva histórica, esta vinculación empezó en el S.XVI y se asentó durante el S.XVII, en pleno apogeo de las persecuciones inquisitoriales.

Esto nos pone las cosas un tanto difíciles para intentar desmontar esta falacia que ha pervivido durante siglos y en las últimas décadas se ha intensificado con ideas procedentes de la New Age.

Tuve que buscar en varios diccionarios y ensayos lingüísticos, empezando por trabajos de los fundadores de la Sociedad de Estudios Vascos y siguiendo con escritos de los miembros más antiguos de la Academia de la Lengua Vasca, hasta dar con términos de carácter neutro que se refirieran a un/a especialista en herbolaria. Pedro Mugica, fallecido miembro de Euskaltzaindia, recogió en su diccionario alternativas como “belarzalea” (el inclinado o devoto a las hierbas) y “belarbiltzaile” (el caminante de las hierbas o quien sigue la vía de las plantas). Con la intención de ampliar el vocabulario relacionado con el tema, solicité a varios nativos de distintas regiones de Euskal Herria que me dijeran qué palabra/s utilizan en su “euskalki” (dialecto) para referirse a un/a herbolero/a. La triste realidad social es que nadie por debajo de los 75 años era capaz de encontrar ninguna, menos aún si residían en un entorno urbano. Incluso personas que trabajan en un herbolario o como terapeutas alternativas eran incapaces de verbalizar una respuesta en la línea deseada. En su lugar, surgían palabras relacionadas con el curanderismo, otro ámbito que trataremos de manera independiente.

Otro detalle a considerar es que han sobrevivido diversas palabras vinculadas al camino de los venenos (poison path), como “ponzoña” (“pozoi”, “lupu”, “eden”, “ira/irea”, “satarri”, “zital-ikutu”, “meneno”), “envenenar” o “emponzoñar” (“pozoitu”, “edendu”, “likagitu/likagindu”), “empondoñador/a” (“pozotzaile”, “pozuazale”), “venenoso” (“pozoitsu”), “planta venenosa” (“belar-txarra”, “belar-gaiztoa”), “animal venenoso” (“zital”). Adicionalmente, existen términos específicos para denominar sustancias concretas que actúan como veneno: picadura de serpiente (“itzadura”, “iltzatu”, “mistoa”), veneno de sapo (“txistoki”), picadura de arácnidos (“lipu/lupi/lipo”), beleño (“beleno”/”berenu”), veneno para zorros (“azeri-zopa”), polvos (“hautsak”), mercurio/azogue (“soliman”), arsénico (“arbotzoi”). A este listado podríamos añadir ciertas setas potencialmente tóxicas con apelativos singulares como: “apo-onddo” o “apontto” (seta de sapo), “Satan-onddo” (boletus satanas), “Etsai-ezten” o “Etsai-zakila” (phallus impudicus o falo del Diablo).

Lo que se desprende de todo esto es que, socio-culturalmente, el/la herbolero/a es una figura totalmente denigrada, cuya relación simbiótica con las plantas y el riesgo potencial de usarlas indebidamente o intencionalmente como veneno han sido vistos como algo peligroso y maligno. Adicionalmente, se percibe un reconocimiento soterrado de la alquimia como proceso transformador y disciplina asociada al misticismo que, a su vez, lleva a ligarla al camino mágico de la hechicería y el arte de la brujería entendido como vía mistérica.

Por supuesto, una persona de a pie sin formación en filosofía, historia, antropología o disciplinas humanistas afines o una voluntad autodidacta para explorar las distintas corrientes esotéricas no es capaz de distinguir el espiritualismo, el misticismo, el hermetismo, el gnosticismo o la alquimia entre sí y mucho menos entiende las diferencias entre la magia popular, la hechicería y la brujería.

Pasemos ahora a hablar del curanderismo como ejercicio de la sanación sin disponer de una titulación oficial. Dentro de este campo encontramos profesionales que entienden la enfermedad desde un punto de vista holístico, pero no necesariamente mágico, mientras que otros/as practicantes establecen una comunicación a través de la oración, la invocación u otros rituales con entidades sobrenaturales (desde el Dios cristiano, pasando por la Virgen y los/as santos/as, hasta personajes de nuestra mitología) a fin de que éstas intercedan en el proceso de curación. Este segundo grupo se situaría dentro de la medicina popular o “folk-medicine” (“herri-sendagintza”).

En Euskal Herria, el estudio de la etnomedicina o medicina folklórica se inició a finales del S.XIX y se enriqueció a lo largo del S.XX con investigaciones como las de J.M. Barandiarán, R.M de Azkue, J.M. Satrústegui, Aita Donostia, el Dr. Barriola, A. Erkoreka, J. Irigaray,  G. López de Guereñu, Juan Garmedia Larrañaga, A. Goikoetxea, J. Garate, J. Dueso o el Dr. Álvarez Caperochipi. Más recientemente, contamos con las nuevas aportaciones  etnobotánicas de Gorka Menéndez, Pablo M. Orduna, Virigina Pascual, Silvia Akerreta, Mª Isabel Calvo y Rita Y. Cavero.

En curanderismo, en sus diversas manifestaciones, ha sido una práctica muy antigua y extendida en el territorio euskaldun (los primeros registros escritos datan del S.XII). De forma relativamente discreta, se sigue ejerciendo principalmente entre familiares, vecinos/as y amistades, aunque hay profesionales señalados que practican de forma pública y son incluso famosos fuera de nuestras fronteras. Entre ellos, podríamos citar a los curanderos de Fustiñana, a quienes mi familia ha recurrido en el pasado en alguna ocasión. Asimismo, de época reciente y contemporánea podemos situar curandero/as en Aldaz, Andosilla, Aranaz, Auza, Azkoitia, Badostain, Betelu, Burlada, Cascante, Cirauqui, Corella, Deba, Egozcue, Eguillor, Elgoibar, Estella, Ezcabarte, Goizueta, Huici, Ilarregui, Iruzun, Lacunza, Linzoain, Lasao, Mélida, Olazagutía, Pamplona, Peralta, Tafalla, Valcarlos y Zegama.

Las denominaciones genéricas de curandero/a que dejan entrever un origen más antiguo son: “basabedezi” (“basa” indica su conexión con lo silvestre o la naturaleza salvaje, aunque en la actualidad también se aplica para alguien sin titulación) y “sasisendagile”/ “sasisendalari”/ “sasiosagile” (“sasi” significa zarza, seto, matorral o arbolado, pero también hace referencia a ser inculto, impuro, falso por no seguir la ortodoxia y/o los estándares). Aquí merece que nos detengamos a hacer un inciso, pues lo que nos sugieren estos vocablos es la pre-existestencia de una mentalidad animista y una relación sagrada con el bosque (y su guardián, el Basajaun) y ciertos parajes donde sus habitantes invisibles habitan. Recordemos también la popular creencia de que entre las zarzas/setos viven diversos linajes de seres feéricos (“mamur”, “mozorro”, “iratxo, “galtzagorri”, “zikilimarro”...). Durante la noche de San Juan se puede acudir a un lugar liminal de estas características con el fin de sellar un pacto de servicio y guardar al duende dentro de una cajita o “canutillo”. En este sentido, nuestros/as primitivos/as curanderos/as vascos/as guardaban interesantes semejanzas con sus parientes irlandeses: los “fairy-doctors”.

Las afecciones de tipo mágico más significativas que requerían la intervención de un/a  curandero/a tradicional eran: el mal de ojo (“begizko”) sobre personas o animales; la maldición con intercesión de espíritus maléficos (“birao”, “gaizkots”); la posesión por espíritus negativos o demonios (“gaizkindun”, “deabruztatu” o “demonioak egin”); el “espanto”, “susto” o pérdida de alma (“izu-beldur”, “izutau”) por haber presenciado una situación que causa un shock; el “alunamiento” o los cambios en el ánimo o comportamiento por influencia de la luna (“illargitu”); las pesadillas (“amets tzarrak”), y la angustia durante el sueño (“lo-kamuts”); el “mal de amores” (“amoremin”, “min-hori”); la “pata de cabra” (“auntz-oin”, “auntzoña”), expresión que se utilizaba bien para designar un parto prematuro inesperado mientras se está haciendo algún trabajo al aire libre o bien a la marca formada por lunares que aparecía en la espalda de algunos bebés a la cual se asociaba una propensión a problemas estomacales (vómitos, cólicos frecuentes, diarreas) por falta de maduración. Adicionalmente, ciertas afecciones infecciosas en la piel como la “culebrilla”, la “sarna”, los “panadizos”, las verrugas, problemas respiratorios como la bronquitis, malestares estomacales determinados, la hernia inguinal o ciertas patologías oftalmológicas como la conjuntivitis eran atribuidas a causas mágicas y se llevaban a cabo rituales en los que se empleaban fórmulas rimadas, combinadas con otros procedimientos.

Con la progresiva implantación del cristianismo (S.X al XIII) hubo una sincretización o sustitución paulatina de ciertas entidades autóctonas por santos/as y se tendió cada vez más a recurrir a la oración, los evangelios, las misas, el rodamiento en el altar o las peregrinaciones a ermitas para recuperarse de ciertos males.

Uno de los remedios populares para tratar los esguinces que ha logrado mantenerse hasta nuestros días es el “zantiritu” o “santiritu”. La ceremonia se desarrolla en varios pasos:

Vídeo del “zantiritu” (del 1:05 hasta 2:36)

A finales del S.XV las profesiones sanitarias se profesionalizaron a través de asociaciones gremiales como las Cofradías de San Cosme y San Damián que contaron con una presencia notable en Pamplona, Estella y Tudela. Estos gremios impedían que “cristianos nuevos” (convertidos forzosos de otras etnias o creencias) o descendientes de padres humildes, cuyas profesiones estaban consideradas de mala reputación (pastor, dulero, porquero, zurrador, pellejero, fajero, capador, carretero, recadero, tabernero, ventero, carnicero, molinero, herrero o enterrador), pudieran ejercer como sanadores. Las penas por intrusismo comenzaban con una multa leve, hasta llegar a la confiscación de bienes o el destierro, si a ello no se le sumaban acusaciones por herejía. Adicionalmente, quienes conseguían pasar el examen y asociarse solo podían ejercer en un radio de unos 5 kilómetros de la plaza en la cual existiera una sede de la cofradía. Posteriormente, tras la conquista del Reino de Navarra por los Reyes Católicos (1525), se impuso como institución el Promedicato del Reino, iniciándose una tensión con las Cofradías que acabó estallando en fuertes conflictos a mediados del S. XVII.

Ante semejante panorama, los/as curanderos/as se replegaron a zonas rurales e intentaron ejercer su oficio con una mayor discreción. No obstante, hubo algún practicante como Martija de Jáuregui (1570) que logró obtener el permiso del Promedicato para poder ejercer (aunque luego fue perseguida). Otros como Juan Pérez de Izuzquiza (“El Indiano” de Villava), Sancho de Irazotz (“El Bastero de Lizaso”, Mañeru de Ujué, la “Bargotena” de Larraga o la “Galdeana” de Tudela, corrieron peor suerte.

Dentro del oficio de curandero,  encontramos especialidades muy diversas con distintas denominaciones: sanador/a (“axkarbe”), herbolario (“belardazari”), emplastero/a (“enplastero”), componedor/a de huesos (“hexur-konpontzaile”), zurzidor/a (“zuzentzaile”), barbero (“basabarber”), partera (“emagin”, “emain”, “komadron”), sacamuelas (“hortz-ateratzaile”),  ensalmador o susurrador (“sumurtzaile”, “sumurgile”), especialista en “espanto” o pérdida del alma (el único nombre que se conserva es el de Juan Abrego de Lerín), experto en deshacer maleficios (“aireko-barber”) y especialista en quitar el mal de ojo.

Además, existe un término que se utiliza para denominar a aquella persona aficionada al curanderismo, con una trayectoria profesional no demasiado larga o reconocida: “petrikillo”. Este vocablo corresponde al apodo que recibía José F. Tellería Uribe (1774-1842), miembro de un linaje de curanderos del Goierri. Este hombre empezó a labrarse un nombre durante la Guerra de la Independencia contra Napoleón y saltó a la fama por ser sentenciado como culpable de la muerte del General Zumalacárregui, a pesar de que fueron los galenos Gelos y Boloqui quienes acabaron sacándole la bala y pasaron sus últimas horas con él.

Entre los especialistas mencionados anteriormente, la partera es quien ha sufrido con mayor intensidad las consecuencias de su asociación con la magia y la brujería, ya que la gestación representa la máxima expresión de la fertilidad y el parto supone un rito de paso esencial para la mujer, además de un riesgo de muerte. Ambos están rodeados de toda una serie de supersticiones, como que el bebé engendrado en cuarto creciente será niña y el concebido en menguante será niño, la costumbre de enterrar bien la placenta en las inmediaciones de la casa para asegurar la buena salud de la madre o la creencia de que la criatura no viviría si coincidía con la muerte de un sacerdote. Otro aspecto a considerar es la semejanza fonética entre “zortzain” (otra variante de matrona) y “sorgin” (bruja). La palabra “zortzain”, según A. Oinehart, es una derivación de “sorzaina, un antiguo espíritu de la naturaleza al cual se atribuía la función de velar los nacimientos (zona de Soule). Otros autores posteriores como Azkue traducen el término como partera. Adicionalmente, en Euskal Herria, antes de imponerse el bautismo católico como tradición y forma de protección al infante, existía un rito de nacimiento llamado “atsolarra” (vigente hasta los años setenta). El vocablo proviene de “atso” (mujer mayor) y “lorra” (acarrear) y hace referencia a la costumbre de que las ancianas sin hijos de la comunidad atendieran o estuvieran presentes en el parto, se ocupasen de la atención postparto y organizaran los festejos tras el alumbramiento. El “atsolarra” suponía también un primer reconocimiento social de la condición de madre y un compromiso de protección y cuidado colectivo de la nueva criatura llegada al mundo. No obstante, la Iglesia no veía con buenos ojos el “comadreo” entre mujeres. La palabra “atso”, que en Arrazola es utilizada para referirse a una matrona, pasó a usarse comúnmente con un sentido despectivo para denominar a una “vieja bruja”.

Continuando con las prácticas específicas llevadas a cabo por mujeres, es preciso que nos detengamos a hablar del “begizkune” o ceremonia tradicional para deshacerse del mal de ojo. El autor A. Erkoreka documentó este rito en la zona de Bizkaia, especialmente en Bermeo y Zeanuri. El ritual comienza con una bendición del hogar por parte de la curandera, utilizando agua bendita de 3 iglesias (o en su defecto agua de 3 fuentes sagradas) y asperjándola en las cuatro direcciones mientras vocaliza: “txarradun kanpora, ona etor barru” (lo malo fuera, lo bueno dentro). Posteriormente, la mujer que dirige la ceremonia solicita que los participantes recen una oración, normalmente el Credo (repetido al menos tres veces). Seguidamente, coloca una sartén sobre el fuego e introduce un pedazo de estaño. El/la ojado/a se sienta en una banqueta y es cubierto por una manta o tela gruesa. La curandera toma la sartén con el metal fundido en su mano derecha y hace tres veces el símbolo de la cruz sobre el/la paciente: una sobre el hombro, otra sobre la espalda y la última sobre la cabeza. Cada vez, dice en euskera: “Aitxiaren, Semiaren eta Espiritu Santuaren isenien, Amen” (En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén). Después toma la sartén con la mano izquierda y derrama el estaño en tres veces sobre un balde que contiene el agua sagrada, que suele colocarse junto a la persona afectada. Las formas que hace el metal al solidificarse son estudiadas por la mujer al cargo para determinar la causa y la solución que ha de aplicarse en cada caso.

Usualmente, se determina que una persona ha sido maldecida porque el estaño forma espinas, agujas o espadas. No obstante, pueden aparecer las formas de los órganos a los cuales se ha dirigido el mal. El proceso se puede repetir hasta 9 veces para contrastar las figuras obtenidas. De esa manera se puede afinar el diagnóstico y dilucidar si se han de añadir procedimientos adicionales para eliminar del todo el “aojo”. Una vez finalizado el tratamiento que, a menudo, suele requerir beber agua bendita mezclada con añil, se depositan los restos en una encrucijada o un cauce de agua que conduzca al mar (o directamente en el mar). Barandiarán recogió una variante de este rito en Ajangiz donde se usaba plomo en lugar de estaño, se colocaba el recipiente con agua sobre el pecho del afectado/a y se modificaban las oraciones recitadas por el curandero (invocaciones a San Antonio).

Vídeo sobre el “begizkune”

En otro orden de especialistas, quisiera colocar a los saludadores (“jainko-ttipi”, “santiretuzale”), bendecidores (“ondo-esale”), santiguadores (“seinatzaile”), rezadores (“errezaile”) y exorcistas (“etsai-beldurtzaile”), puesto que sus prácticas encajan mejor con la tradición cristiana dominante, a pesar de que tampoco estaban bien mirados del todo por la Iglesia. El único de este grupo que quisiera destacar es el saludador, cuya denominación procede del término latino “salutator-oris” que significa “dador o recuperador de salud”. Este profesional estaba supuestamente imbuido por el poder divino y se encargaba de tratar la rabia y las plagas del campo, a menudo bajo el auspicio de Santa Quiteria. Este oficio estuvo en boga desde inicios del S. XVI hasta finales del S.XIX, tanto en Euskal Herria como en otras regiones peninsulares (La Rioja, Soria, Burgos, Valladolid, Segovia, Aragón, Cataluña, Comunidad Valenciana, Murcia). El primer registro de su existencia es un contrato del Consejo Municipal en Nájera (antigua capital del Reino de Navarra), datado en 1496.  Muchos ayuntamientos contrataron a estos expertos a lo largo de los siglos e incluso el rey Felipe II disponía de una saludadora en la Corte (Catalina de Cardona). A medida que avanzaba la medicina y tras el descubrimiento de la vacuna de la rabia, esta actividad fue decayendo, aunque se contabiliza el ejercicio de unos 300 saludadores en Madrid en 1900. Una cifra que nos da una idea de su importancia social.

Otro de los oficios considerados mágicos, no directamente relacionado con la medicina popular, era y sigue siendo el de zahorí o “zaurin”(también conocido como“betikusle”, quien guía o enseña el camino al norte). En origen, el “zaurin” era un practicante de geomancia que estaba vinculado a las energías telúricas y sus flujos electromagnéticos, sin olvidarse de su conexión cósmica con los cielos (uno de cuyos focos principales era la “ipar-izarra” o Polaris).  Su extraordinaria capacidad perceptiva, canalizada a través de una vara de avellano en forma de Y que le servía como péndulo, le permitía encontrar surcos de agua, terrenos apropiados para cultivar o construir una casa, así como objetos perdidos (mayormente metálicos) e incluso personas extraviadas. En la antigüedad, cuando no se contaba con una explicación científica de las líneas ley ni las intersecciones entre las polaridades magnéticas de la tierra (cruces de Hartmann), esta habilidad era considerada un poder mágico ligado a una práctica herética. Personajes eclesiásticos como Martin Lutero la calificaron incluso como un acto de brujería.  Actualmente, la radiestesia se sigue aplicando principalmente para localizar puntos de regadío necesarios en la agricultura pero, en los últimos años, ha cobrado importancia por los estudios médicos que se están realizando sobre “geopatías” o enfermedades causadas por un exceso de radiación durante períodos prolongados de tiempo. Tanto en Euskadi como en Navarra quedan varios zahoríes activos e incluso el Gobierno Vasco ha llegado a contratarlos en alguna ocasión.

Adentrándonos en el ámbito de la adivinación, disponemos de dos términos euskéricos para denominar a quien ejerce dicha actividad: “azti” e “iragarle” (o “igarle”). El primero de ellos está documentado tanto al Norte como al Sur de Euskal Herria desde el S.XVI y hace referencia tanto a una versión de augur local como a un hechicero (aunque es traducido en diccionarios modernos como brujo). El segundo de ellos se usa más como sinónimo de profeta.

En cuanto a la figura del “azti” o “aztu”, se cree que sus funciones originales estaban más en una línea oracular-chamánica, interpretando los signos de la naturaleza y ejerciendo de canal o intermediario con los espíritus (bien sea ofreciendo una predicción o recitando encantamientos para atraerlos). Esto se deduce por términos asociados como “azti-atze” /“azti-antza” (adivinación); azti-hitza” (traducida indistintamente como palabra mágica o palabra de adivino); azti-kantu (fórmula mágica cantada); “begi-aztiak” (“segunda visión”, popularmente conocida como “ojos de brujo”); “azti-aiheru” (designio de adivino u horóscopo).

Entre las formas de adivinación más utilizadas culturalmente podemos destacar la “izar-aiheru” (lectura de los signos de las estrellas), la “soria”/”zoria” (suerte o fortuna obtenida por la interpretación del vuelo de los “txoriak” o pájaros), la “urazti” (hidromancia), la “sutasmande” (piromancia), la “lutikasma” (geomancia) y la “eskuasmande” (quiromancia). Adicionalmente, podría añadirse la aeromancia, ya que existen documentos que relacionan al “azti” con la observación y alteración del clima (las nubes y el viento serían manifestaciones de númenes autóctonos) mediante encantamientos (“azti-gintza”) al tiempo que agita en su mano un ramo de “uztaibedar” (rumex crispus). Desgraciadamente, los conjuradores de tormentas católicos acabaron por usurpar esta función entre el vulgo porque eran conscientes de la relevancia que tenía para los baserritarras. Por último, podemos incluir entre los augurios populares el “zotalegun” o “erderazko”, oráculo a partir de la observación de los fenómenos o las señales identificadas en la naturaleza y sus criaturas durante los primeros doce días del año (tema que ha sido ampliamente tratado en el blog).

A pesar de que la adivinación coexiste con otras prácticas mágicas incorporadas en la hechicería y la brujería, no debemos confundir en ningún caso a un/a hechicero/a, un/a brujo/a o un mago/a con un/a adivino/a, ya que puede haber individuos con el don de la “segunda visión” u “ojos de fuego” que no se identifiquen como hechiceros ni brujos. Es más, en distintas corrientes espirituales, incluyendo religiones monoteístas como el cristianismo, el judaísmo o el islam, han existido videntes.

Volviendo a la etimología para intentar clarificar algunas ideas, la palabra “aztikeria” posee tres posibles significados: 1) práctica adivinatoria; 2) práctica supersticiosa; 3) práctica mágica. No obstante, normalmente se traduce como “hechicería”, aunque probablemente el término más apropiado para referirse a la hechicería sería “aztitasun”. Aquí volvemos a encontrarnos con algo similar a lo sucedido históricamente con la asociación entre la herbolaria y la brujería. Un antropólogo, un historiador o un practicante comprende las diferencias, pero no alguien de la calle, que acaba de introducirse en el estudio de temas esotéricos o que no conoce suficientemente la idiosincrasia de la zona ni la evolución histórico-etnográfica de ciertas figuras en su contexto.

Desde mi punto de vista, las habilidades que mejor definen a un/a hechicero/a local (“azti”) son su capacidad para encantar, su poder para conjurar y su maestría en hacer y deshacer hechizos de diversa índole con distintos elementos. Como ya hemos visto, la práctica de la adivinación es un elemento más (no exclusivo), a pesar de que resulte uno de los reclamos más habituales junto con los hechizos de carácter amoroso. El “azti” es una persona fascinadora, que domina la palabra y trabaja habitualmente utilizando magia simpática, correspondencias y fórmulas rimadas (aprendidas oralmente o sacadas de grimorios). El oficio de “azti” incluiría la elaboración de amuletos (“kuttunak”), el encantamiento de objetos o seres vivos, la realización de hechizos benéficos y maléficos, la invocación de entidades benéficas para atraer la suerte o la prosperidad (bendición u “onespide”) o la conjuración de espíritus malignos para perjudicar a otro (maldición o “birao”), la elaboración de elixires (“barrizameak”), pócimas (“nahastekariak”) y filtros de amor (“amarazkinak”), la detección y liberación del mal de ojo y el exorcismo.

Otra práctica que se vincula bastante a la hechicería es la nigromancia, cuyos practicantes se denominan “hil-azti o “ilazti” (literalmente, “hechicero de la muerte”). Aquí no podemos obviar la semejanza lingüística entre “ilazti” (nigromante) e “ilargi” (diosa luna, luz de los muertos), que nos remite a la idea de que estas prácticas deben realizarse bajo el auspicio de la reina de la noche, ya que ella guía a los difuntos en la oscuridad.

Dentro de los especialistas de la muerte debemos incluir también a la Andereserora o Serora, una peculiar figura sacerdotal femenina (presente en Euskal Herria hasta 1800) que se encargaba tradicionalmente de acompañar a la señora de la casa (“etxekoandre”) en la preparación del cadáver, atender el alma del difunto durante el velatorio y funeral, llevar las ofrendas destinadas a los difuntos, purificar la casa tras el enterramiento, sostener el proceso de duelo de la familia y participar en las ceremonias de aniversario de los fallecidos.  A ella solían sumarse mujeres rezadoras o errezadoriek que dirigían oraciones al muerto para facilitar su tránsito al otro mundo (esta actividad no estaba pagada, era una mera función social); otras vecinas que entonaban elegías (“iletariak”) durante la conducción del cadáver al cementerio; las plañideras asalariadas que iban llorando detrás del cuerpo (“erostariak”).

Adentrándonos en vías más tortuosas, toca abordar el tema de la brujería (“sorginkeria” o “beraginkeria”) como el máximo exponente de los oficios mágicos. En noviembre de 2016 escribí un artículo dedicado a la historia de la brujería en Euskal Herria, en el cual ya expliqué que el término “sorgin” (brujo/a) era una combinación de “sor/sors” (engendrar, fortuna) y “egin” (hacer), lo cual implicaba que se trataba de una criatura capaz de crear (y alterar) el destino. Según nuestra cosmología, el practicante de brujería tiene activada dentro de sí la energía de “adur” (mágica) que caracteriza a los seres sobrenaturales. Esto implica que, tras un proceso iniciático donde su esencia se transforma, deja de ser un/a mero/a mortal. Es más, en las leyendas, muchas veces se describe a los/as brujos/as como espíritus nocturnos de carácter maléfico, fantasmas o monstruos. No obstante, los rasgos y poderes atribuidos a los/as brujos/as vascos/as encajan más con los que tradicionalmente definirían a un ser feérico.

Lo que no comenté en aquella ocasión es que el primer texto preservado donde aparece la palabra “sorgin” (o sus variantes, “zorgin” y “xurgin”) data de 1256. Antes de esa fecha, existía un vocablo más primitivo para referirse a un practicante de brujería: “bedagin” (proveniente de “beda”/prohibición + “egin”/hacer), traducido como quien hace lo prohibido (alterar lo natural y sus leyes). La pregunta del millón es cómo se modifica lo que uno es por naturaleza. Mi conclusión es simple y, a la vez, compleja: pactando con poderes que se escapan de nuestra realidad ordinaria.

No es ninguna casualidad que existan términos específicos para diferenciar a un brujo (hombre) de una bruja (mujer), aunque luego haya otras palabras neutras como “sorgin” o “sorgintzaile” para referirse a cualquiera de los sexos. Curiosamente, dichos vocablos se refieren a espíritus del territorio: “intxixo”, derivación de “intxisu”, genio ruidoso y travieso que habita algunas cuevas y a veces se presenta con apariencia mitad humana y mitad bóvido; “gaizkigile”, procedente de “gaizkin/e”, espíritu con cabeza de ave ligado al sueño que podía causar pesadillas, terror, parálisis, enfermedades y desgracias; “ieltxu”, duende que puede tomar forma humanoide o de animal como un asno, un puerco o un pájaro que lanza fuego (ignis fatuus) y se dedica a aparecerse y desaparecer, confundiendo a los caminantes nocturnos y conduciéndolos a lugares peligrosos de los que no suelen regresar; “lamin/a” o criatura femenina con pies de ánade, patas de cabra, garras de rapaz o cola de pez.

El vocabulario asociado a los/as “sorginak” también nos da muchas pistas de sus habilidades: “sorgin-ari” (espejismo o “glamour” propio de las hadas); “sorginde” o “soreztasun” (encantamiento, normalmente a través de la mirada); “sorgin-hitz” (palabra de brujo o palabra mágica): “hots-egite(llamada a espíritus o demonios dando voces); “gaizkots” (maldición enviando “gaizkin”); “gaiztetsi” (condenar, enviando una maldición de muerte o “balbeen”); “sorgin-ari” (“hilo de las brujas” o práctica mágica de tejer durante el solsticio de invierno que vincula simbólicamente el hilado y el destino como una red entrelazada de acontecimientos); “sorgin-marama” (muñeca encantada, que puede servir como recipiente de un servidor/fetiche o bien puede tratarse de una representación del individuo al que se quiere afectar); “sorgin-belar” (se utiliza de forma genérica para referirse a hierbas mágicas, pero particularmente al estramonio y la belladona); “sorginkeriaz sendatu” (curar con ensalmos o “xirmi-xarma”/”zirrizti-mirrizti” de manera rápida o inexplicable); “sorgin-harri” (puede traducirse como elixir o piedra filosofal); “sorgin-haize” (literalmente, viento de bruja y, figuradamente, remolino de viento, refiriéndose a la capacidad para alterar el clima y atraer tormentas); “sorgin-pitxi” (se dice de la mujer atractiva que encandila a los hombres con intenciones sexuales); “sormen” (creatividad).

Otras palabras formadas a partir de la raíz “sorgin” nos permiten describir algunos de los usos y costumbres de estos célebres personajes: “sorgin-egun” (viernes, día de encuentro de los/as brujos/as); “sorgin-taldea” (grupo de brujos o coventículo); “sorgin-batzarre” (reunión de brujos, mal denominada “akelarre”); “sorgin-obo” (círculo de brujos o formación adoptada para realizar rituales por los practicantes de brujería); “sorgin-etxea” (casa encantada o dolmen); “sorgin-buruzagi” o “sorgin-nagusi” (jefe o jefa de brujos, “magister” o “magistra”); “sorgin-afari” (festín de brujos, que describe una cena entre vecinos de varios caseríos, banquete organizado tras acabar los trabajos del lino o una fiesta de mozas que solía organizarse en carnaval y el día de Santa Águeda); “sorgin-zulo” (agujero por el cual salen o entran volando las brujas); “sorgin-kriseilu” (linterna mágica, que suele fabricarse con un brazo de “mairu” o miembro de persona no bautizada).

Como podemos comprobar, la realidad de un/a brujo/a entendido/a en un sentido folklórico tradicional dista bastante de las actividades de un/a herbolero/a, un/a curandero/a, un/a adivina o un hechicero/a. Hay muchas personas que no comprenden la profundidad mistérica de convertirse en “otra cosa”, no pudiendo volver a observar la realidad terrenal con ojos mortales ni poder interactuar con los elementos que la componen desde una lógica de causa-efecto. Una vez que se ha establecido un vínculo permanente con otros planos de existencia subjetivos y otras fuerzas, lo que nos rodea se vuelve mágico y cada una de nuestras acciones o inacciones tiene el potencial de modificar el devenir a diferentes niveles. Tomar conciencia de ese poder y esa responsabilidad, nos transforma y cambia el mundo.

Todo lo que tiene nombre, existe. Posee una denominación concreta por una buena razón. Pretender ser lo que no se es o pedirle a alguien/algo que se ajuste a nuestras necesidades egoístas, además de un engaño y un error, también puede concebirse como una ofensa.

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