La personificación de la muerte entre los vascos recibe el nombre de Erio, Herio, Herio Anderea (“Señora Muerte”) o Heriotza en los dialectos orientales y Balbe o Balbea en los dialectos occidentales. En el folklore popular se le/la representa como un esqueleto que puede llevar o no un sudario y que sujeta una guadaña y/o un reloj de arena. Este genio se coloca en la cabecera de la cama en el caso de que la persona agonizante por enfermedad natural o afectada por “begizko” (mal de ojo), “birao” (maldición) o intervención de criaturas mágicas vaya a morir, separando su alma de su cuerpo y encargándose del destino de su espíritu en función de la calidad moral del difunto.
Algunos de los presagios de muerte más conocidos son:
- El aullido lastimero de un perro (“intziri tristea”) o la aparición espectral de un perro negro (al estilo del Cancerbero greco-romano)
- Un gallo cantando a medianoche o a deshora (los aldeanos, para ahuyentar a Herio echaban tres puñados de sal al fuego e incluso llegaban a matar al gallo)
- Una gallina que canta como un gallo (en otras versiones, Balbe aparece como un gallo desplumado)
- El graznido reiterado de córvidos, cuervos volando en círculos alrededor del caserío o una pareja de cuervos volando bajo
- El ulular repetido e inquieto de búhos o lechuzas
- El crujido de las tablas del suelo, de las paredes o de los muebles
- El eco prologado de una campana (“agoniko kanpaia”)
- Que se apagase la lumbre del hogar o la llama de las velas de golpe
- Romper un espejo
- Derramar aceite en el suelo
- Parir en Viernes Santo
- Reunirse 13 personas bajo un mismo techo
- Un gran aluvión para las almas piadosas y una tempestad para los condenados
En el momento del fallecimiento, lo primero que se hace es cerrar los ojos del difunto para que la muerte no se proyecte sobre otro ser humano. Seguidamente, se abre la ventana de la habitación del muerto y la puerta del caserío o se quita una de las tejas de la casa para que su alma no quede atrapada en el interior del domicilio. Después, se cubren los espejos, los retratos y el escudo familiar con paños negros (“hilmihisiak”). En algunos hogares, incluso se paraban los relojes. Normalmente, una anciana de la Etxea (preferiblemente soltera o viuda) solía ser la encargada de lavar, vestir y amortajar al difunto (“beztiu”) con un sudario bordado. En tiempos medievales, a los hombres se les ataviaba con sus ropajes guerreros y sus armas, mientras que a las mujeres se las acompañaba de su hueca y huso (o huso e hilo). En tiempos más modernos, se les vestía con las ropas de boda o el traje de los domingos. A los niños, siempre se les envolvía con ropajes blancos, como angelitos. Por su parte, la Etxekoandre tenía que preparar sobre la mesilla o tocador una suerte de altar mortuorio con una tela blanca de hilo bordado (con una cruz o lauburus), un vaso de agua bendita o agua de manantial, una lamparilla de aceite encendida y una ramita de laurel bendecida en el Domingo de Ramos. Luego, la Etxekoandre se ponía a rezar a la luz de las velas con la Andereserora (o Serora), otra mujer anciana o una vecina especialista en estos menesteres (“erresadoriek”), con el fin de que el alma encontrase el camino (cruzase el velo sin perderse y pudiese regresar a las raíces del árbol o a la caverna). Otros ritos habituales eran las purificaciones. La muerte se asociaba a la impureza y se creía que era contagiosa, por lo cual la casa o algunos objetos debían ser “limpiados”. En Orozko, por ejemplo, se quemaba el colchón del difunto en una encrucijada, mientras que en Sara se quemaba un manojo de paja en representación de ello, al tiempo que se asperjaba con agua bendita y se rezaban algunas oraciones. En Kortezubi y otros pueblos, se quemaba alcohol con azúcar y una mezcla de ciertas hierbas para purificar la casa y los establos.
Mientras tanto, se enviaba a los jóvenes a anunciar la partida de esa persona de este mundo. Estos jóvenes, conocidos como “mandatariak”, se ocupaban de comunicar el fallecimiento al sacerdote, al sacristán, al notario, a otros familiares y vecinos/as. Cuando el sacristán recibía el aviso, tenía que “tocar a muerto” (hil-kanpaia”) para dar a conocer a los habitantes del lugar lo acontecido. En pueblos como Elorrio, se tocaban siete veces si era un hombre, mientras que se daban seis campanadas si era una mujer. En Zeanuri, en cambio, eran tres campanadas para el hombre y dos para la mujer. Si la persona fallecida era un hombre de cierto rango, las campanadas eran más abundantes y más largas. Para los/as niños/as, se usaba un repiqueteo particular o una campana más pequeña con un timbre más agudo y vivaz (“aingeru-kanpaia”). No obstante, estaba prohibido tocar la campana desde el ocaso hasta que amaneciese, teniendo que esperar hasta la mañana siguiente si el acontecimiento se producía en esa franja.
Según nos cuenta Barandiarán, el aviso de la partida del difunto no se daba únicamente a los seres humanos, sino también a los animales y otros seres de la Etxea. Los primeros animales a los que se comunicaba la noticia tapando el panal con un paño negro o anudando una cinta negra, eran las abejas, pues ellas se ocupaban de producir la cera de las velas. Para exhortarlas a la fabricación de cera se usaban fórmulas como “Argitzarie eitzatzue, berei argitzeko” (Ziga) o “Erletxuak, erletxuak, egui zute argizaria. Nagusia hil da, ta bear da elizan argia” (Bera). También se anunciaban los fallecimientos a las vacas, obligándoles a levantarse si estaban echadas y se hacía lo propio con las gallinas u ocas, haciéndolas correr y aletear mientras se comunicaba el acontecimiento.
En el momento en que el sacerdote se presentaba en la casa para darle la extremaunción al muerto, la Etxekoandre le destapaba los pies y se los frotaba con agua bendita y laurel. El sacerdote, por su parte, traía las bulas, si se habían requerido, depositándolas también a los pies del lecho mortuorio. Asimismo, era común colocar crucifijos, rosarios y escapularios sobre el muerto, así como introducir monedas u objetos de valor en los bolsillos. En algunos pueblos (Zumaia, Ituren, Amezketa…) se conserva la antiquísima costumbre de atar las manos y los pies de los difuntos con una cinta negra, la cual está asociada al miedo a los aparecidos y a la precaución de restarles movilidad por si volvían del Otro Mundo. Después, se hacía el velatorio (“gaubela”, “beigiria”), al cual acudían familiares y vecinos para rezar un rosario con sus 15 misterios. En algunos lugares, se rezaba un rosario al atardecer para iniciar el acto y otro al amanecer para cerrar el velatorio. Posteriormente, se pasó a rezar un único rosario durante el funeral o después de este en la iglesia. También era costumbre que una mujer de buena voz y gran memoria, normalmente la misma a la que se llamaba para rezar por el difunto, dirigiese las oraciones por el alma del fallecido durante todo el velatorio. Entre rato y rato de oración, era común contar anécdotas de la vida del muerto mientras se compartía un refrigerio que consistía en un poco de queso y vino o galletas y aguardiante (karidadea).
Igualmente, era costumbre que durante los primeros días de duelo, otros parientes o los/as vecinos/as se encargasen de las labores domésticas: la Etxekoandre permanecía al cuidado de la cocina y la lumbre, el resto de mujeres limpiaban y lavaban y los hombres asumían el cuidado de los campos y el ganado. Esto no era considerado un mero gesto de solidaridad o cortesía, sino que se entendía como un deber sagrado.
Llegado el momento de trasladar el cuerpo a la iglesia (“progua”), se colocaba el cadáver en una caja de madera atada sobre una escalera o en andas con una suerte de hombreras de paño bordado. Los caminos o vías a través de las cuales se transportaba el cuerpo y viajaba el cortejo fúnebre recibían las siguientes denominaciones: “Andabidea”, “Gorputz bidea”, “Guruzte bidea”, “Hilbidea”, “Auzoteguiko bidea”, “Difunten bidea”, “Erri-bidea”, “Aingeru bidea”, “Camino del cadáver”, “Camino de la Anteiglesia”, etc Estos caminos conectaban la Etxea con el cementerio y eran consideradas vías sagradas (al estilo de los “iter ad sepulchrum” romanos), por lo cual estaba prohibido construir casas cerca de ellos, acortar términos en las tierras contiguas o cambiar el itinerario por otro que fuese más corto o más cómodo. Si por algún motivo extraordinario se variaba la ruta, el nuevo camino era usado desde entonces en adelante.
De acuerdo con Aguirre, la organización del cortejo fúnebre (segizioa) variaba según localidades. Por ejemplo, en Amezketa, se colocaba delante la cruz parroquial portada por el sacristán, luego el féretro sostenido por jóvenes que habitaban en las casas más cercanas a la familia afectada, después una mujer soltera de la familia llevando las ofrendas (un cestillo cubierto de un paño negro con dos panes, un cerillo con un lazo negro, dos argizaiolak y una cruz de plata; si el difunto era rico, se añadía carne de carnero, oveja o buey). Tras ellos marchaba el sacerdote con o sin monaguillos. Tres pasos más atrás, los hombres encabezados por los parientes o allegados y, finalmente, las mujeres. Barandiarán, en cambio, relata que primero van los sacerdotes con o sin los niños cantores, luego los mozos llevando al difunto, después los hombres con los familiares o vecinos encabezados por el alcalde y, por último, las mujeres. En algunos lugares de Guipúzcoa, “rescataban” un carnero o un buey que adornaban con un manto negro, borlas en el pescuezo y un pan de cuatro libras en cada cuerno. Dicho animal, conocido como “carnero de muerto” (azurrobia), presidía el cortejo fúnebre y a veces incluso se le permitía estar dentro de la iglesia durante el funeral. Por otro lado, el cortejo se solía cerrar con plañideras pagadas que, en Vizcaya, eran conocidas como “erostariak”, mientras que en la Baja Navarra se las denominaba “nigar-egileak”. Las plañideras clásicas se limitaban a llorar y a lamentarse, pero existía otro tipo de plañideras que conocían letanías concretas para acompañar al alma del difunto llamadas “iletak”.
En recorridos largos se solía parar el algún “baserri” cercano a la ruta y se colocaba una mesa exterior cubierta de un paño negro para depositar el cuerpo. Al acercarse a la iglesia, se detenía la comitiva de nuevo para cambiar de calzado y acicalarse antes de entrar al templo. Durante el oficio, el ataúd permanecía en un atrio o se dejaba en una ermita cercana. Cuando transportaban al difunto al lugar de entierro tras la misa, los vecinos solían arrodillarse y descubrirse. Si la casa se encontraba en el casco antiguo de la villa, tanto parientes como vecinos salían con sus hachas en la mano.
Barandiarán describe una jerarquización de los ritos funerarios, clasificándolos de “primerísima” categoría, de “primera”, de “segunda” y de “tercera”, según el estrato social al que pertenecía el difunto y la pompa con la que se revestía el acto. Aguirre distingue cinco tipos de funerales y detalla cada uno de ellos:
- Funeral sencillo o de caridad: las campanas tocaban para anunciar la muerte y el luto. Durante el oficio, se ponía una tela negra en el suelo, al igual que en la ceremonia de recuerdo en el aniversario.
- Funeral de tercera: incluía tañido de campana, misa de réquiem, sacerdotes vestidos de raso negro y cantos gregorianos acompañados con el órgano. El aniversario se celebraba de igual manera.
- Funeral de segunda: se componía por toque de campana, misa de réquiem y cantos gregorianos acompañados de órgano. La iglesia se adornaba con cruces y ciriales normales, se prendía un incensario y se quemaba hisopo. Los oficiantes vestían terno de damasco negro y el difunto era colocado en un túmulo de madera tallada en la nave central.
- Funeral de primera: se daba un toque solemne de agonía con una gran campana. Los altares laterales y los muros del presbiterio de la iglesia se cubren con ternos de terciopelo negro. A los lados del altar mayor, se colocaban cruces y ciriales de metal plateado. En el altar principal, se colocaba una estola, se ponía incienso e hisopo. El muerto era colocado en un túmulo de madera ricamente labrada, custodiado por cuatro hachones encendidos y candelabros. Se iluminaba también el cuerpo central del retablo y se encendía la lámpara de araña. Durante el oficio, se rezaba la Misa de Réquiem de Perossi y se contrataba un coro de hombres acompañado por un órgano. También se hacía otra misa durante el canto de los rezos nocturnos. La celebración de aniversario se hacía como un funeral de segunda.
- Funeral de primerísima: se tañía una campana grande en agonía y se rezaba misa de réquiem de Perossi con todos sus elementos. Los muros del presbiterio se adornaban con terciopelo negro y la cubierta del púlpito se cubría con la misma tela, pero bordada en plata y oro. Los sacerdotes vestían ternos de terciopelo negro, bordados de la misma manera. La iluminación del templo era completa, se incluían elementos auxiliares eran todos de plata y a veces se quemaba mirra. El difunto era colocado en un túmulo de la mejor calidad. Si se trataba de un cargo eclesiástico, se ponía un cáliz encima. El aniversario seguía las pautas de un funeral de segunda.
En Lekeitio, los entierros recibían también varias categorías:
- Zortzikoa (“de a ocho”): a él acudían cuatro Seroras portando las ofrendas y dos velas cada una.
- Laukoa (“de a cuatro”): contaban con dos Seroras que llevaban las ofrendas y dos velas cada una.
- Batekoa (“de a una”): solo asistía una Serora con las ofrendas más humildes y una única argizaiola (vela tradicional).
En cuanto al lugar de inhumanación, ha cambiado a lo largo del tiempo. Originalmente, se enterraba a los difuntos adultos en los terrenos de la propia Etxea y a los niños, bien bajo el alero o bajo las raíces del árbol familiar. En los primeros tiempos del cristianismo, se enterraba a los fieles en la parte anterior de las iglesias, extramuros (“zumitauie”), a no ser que perteneciese a la realeza, la nobleza, el obispado u ostentase un cargo importante. Allí normalmente se colocaba una estela discoidal, especialmente en Navarra. Posteriormente, se introdujo la costumbre de enterrar a los difuntos dentro de la iglesia y para ello se parceló el suelo a fin de dar espacio a todas las familias de la localidad. Cada Etxea, por tanto, tenía asignada una parcela o “jarleku”, un espacio para enterrar y honrar a sus muertos. Sobre este “jarleku” se colocaba la Etxekoandre en los aniversarios, misas en favor del difunto o en días señalados como el Día de Todos los Santos (“Animen eguna”) con una o dos argizaiolak. Finalmente, se ha pasado a enterrar a los difuntos en los cementerios más alejados de la iglesia principal. Durante el entierro, cada uno de los asistentes echaba un puñado de tierra sobre la tumba. En algunos lugares, solían besar la tierra antes de ponerla sobre el féretro.
Tras el entierro, se reunían todos/as los participantes en la casa y se celebraban las “comidas de funeral” o “banquetes funerarios” (okasiñuak). Normalmente, se solían hacer dos comidas, una cuando se iniciaba el luto (argia) y otra tras la celebración del entierro (ogistia). No obstante, en lugares como Lazkao, se hacían hasta tres convites y, por ello, los banquetes funerarios recibían el nombre de “entierroko-boda” por su abundancia y el buen ambiente de convivencia que reinaba.
El cuidado del difunto, no obstante, no acababa tras el entierro, pues los vascos mantenían una creencia dualista o sincrética según la cual el fallecido/a, independientemente de que fuera al cielo, al infierno o junto a Mari, tenía otro tipo de vida “post mortem” que debía nutrirse simbólicamente. El alma, aún separada del cuerpo, seguía poseyendo algún resquicio de sustancia material, equiparable al aire, al aliento, a un soplo o una tenue luz pálida. El espíritu del muerto requería que se le iluminase, se le alimentase y se le cuidase de manera personalizada, especialmente durante los primeros meses tras la defunción, ya que se temía que pudiera convertirse en un alma errante o en pena (arimaerratia).
La forma tradicional de iluminar al muerto era con una argizaiola (“tabla de cera”) o una lamparilla de aceite. La argizaiola o cerillo de difuntos es una talla de madera con aspecto antropomorfo que representa el cuerpo del muerto y tiene enrollada una larga tira de cera virgen alrededor. Habitualmente, las argizaiolak se fabricaban en madera de haya o roble (árboles sagrados) e incluyen representaciones de plantas o flores, símbolos solares (lauburus y otro tipo de ruedas solares), símbolos lunares, estrellas, estelas discoidales, cruces o figuras de ángeles. La función de esta argizaiola era transmitir el fuego del hogar a los difuntos dentro del culto doméstico o llevar la llama de la chimenea hasta la iglesia, donde permanecía encendida durante toda la misa.
También era común colocar paños o manteles bordados a mano sobre la tumba o en un altar dedicado a los difuntos, sobre los cuales se depositaban las ofrendas (olatak). Si el funeral o el muerto era de primera categoría, se le ofrecía una pierna cordero o carnero; si el difunto era de segunda en la escala social, se le ofrendaba bacalao; si el fallecido era humilde, se le entregaban tortas u obladas (“oladak”) y huevos. No obstante, se podían añadir otros alimentos (queso, tocino, gallina, frutas, castañas, dulces…) o bebida (vino, pacharán, licor…) que fueran del gusto del muerto. A las mujeres incluso se les puede ofrendar sus flores o sus canciones favoritas. Normalmente estas ofrendas se renuevan cada luna nueva y, muy especialmente, el Día de Difuntos, que es cuando el velo entre los mundos es más fino.
Otro aspecto a considerar en el culto a los antepasados es que no se rompen fácilmente los compromisos que estos tienen con los vivos. Es más, en algunos casos, parte de los difuntos de la familia pasan a convertirse en guardianes o protectores de la Etxea. Estos antepasados custodios reciben el nombre de Etxekojaunak y era frecuente que los descendientes e incluso los siervos fueran a pedir consejo a los cabezas de familia (mujeres u hombres) con la siguiente fórmula: “Hau edo horren egiteko zure argitasuna nahi nuke” (Quisiera vuestro aviso/consejo para hacer esto o lo otro).
Otra figura a destacar en los ritos funerarios y el culto a los muertos es la Andereserora, Serora, Bendita o Beata, la expresión histórica del sacerdocio femenino público en Euskal Herria. Inicialmente, las seroras podían ser doncellas que no se hubieran casado nunca o mujeres solteras o viudas a partir de los cuarenta años, todas ellas piadosas, honestas, muy honradas y de una reputación intachable. Posteriormente, se descartó a las mozas jóvenes por la tentación que suponía para los varones y también porque ellas pudieran enamorarse y llegaran a casarse, abandonando sus quehaceres. Básicamente, una mujer que entraba a servir como Serora era considera como una monja, pues simbólicamente se casaba con la iglesia y la comunidad a la que servía en una ceremonia pública, entregando su dote. No obstante, a diferencia de una monja cristiana, ostentaba cierto poder que, desgraciadamente fue menguando hasta que finalmente éste fue arrebatado por las autoridades.
La primera mención que se realiza sobre las seroras es el 4 de abril de 1302 en un documento escrito por el obispo de Bayona, en el cual se hace referencia a que estas Benditas o Benitas recibían un sueldo anual y se ocupaban de comprar cirios y otras cosas para las misas, así como de asistir a los funerales o misas de aniversario. Gabriel de Henao las compara a las Diaconisas de primer siglo de la Iglesia, pues al igual que estas se encargaban de limpiar el templo y las cosas necesarias para la misa, el ornato al culto sagrado en iglesias o ermitas y la asistencia en los ritos funerarios. Sin embargo, para ellas estaba vetada la asistencia a bodas y bautizos, así como la participación en labores o fiestas profanas.
Según Larramendi, las funciones de las seroras incluían:
- Atender la decencia y limpieza de la iglesia: barrer una vez a la semana; dar cera al suelo de la iglesia; limpiar el claustro cuatro veces al año; lavar las vestimentas, sábanas y otras ropas de lienzo.
- Cuidar de que las lámparas, especialmente la que ilumina el Sacramento, permanezcan encendidas y reponerlas en caso de que sea necesario (posteriormente hubo pleitos para que no se ocuparan de las dos velas principales del altar mayor ni fabricasen velas para los grandes eventos)
- Recoger el agua para las abluciones de los clérigos
- Traer el vino de la oblación
- Tocar la campana en los días y horas dispuestas y cuidar del reloj
- Vestir los altares y adornar la iglesia, a excepción de los días de San Miguel, Natividad, Pascua de Resurrección y Corpus Christi.
- Cuidar del ceremonial particular de las mujeres en funerales, entierros, aniversarios, procesiones y otros actos que organizase la iglesia
- Guiar el duelo desde la casa del difunto a la iglesia y, acabado el oficio, volver al zaguán de la misma casa para rezar algo por el muerto.
- Ocuparse de los objetos sagrados que se fueran a usar en la misa (hasta 1586, derecho que perdieron por Mandato del Obispo de Pamplona)
- Custodiar la plata de la Iglesia (hasta 1591)
El Mandato de la Visita, datado en 1569, describe el hábito de las Seroras como la combinación de una saya blanca y un manto negro. No obstante, también vistieron el sayón de Franciscanos, Carmelitas y Dominicos.
Entre los derechos de las seroras, se contemplaban los siguientes:
- Percibir un sueldo anual correspondiente a la asignación parroquial y a su cargo (30 pesetas, al igual que el sacerdote)
- Cada familia que no pudiera dar una aportación anual, entregaba un celemín de trigo y otro de maíz; los que sí perciban asignación, cinco celemines de trigo y cinco de maíz.
- Recibir diez reales anuales de manos del cura o de la familia que tenga una silla en la iglesia.
- Percibir del Administrador el carbón y la leña que necesite durante un año.
- Recibir las sobras de las ofrendas de los funerales (cera de las velas, obladas…) y las monedas que la familia le entregase voluntariamente por su asistencia.
- Ser inquilina (sin pagar renta) de una pequeña casa con huerto, llamada Seroretegi, así como disponer libremente de una porción del robledal de paseo y de la porción de bosque que se halle en el plano inferior del cementerio.
- Poder cambiar de una iglesia o ermita a otra.
Como se puede apreciar, tanto sus deberes como sus derechos eran considerables y, en consecuencia, su posición entre la comunidad era notable, provocando la envidia y la condena de los sacerdotes, sacristanes, frailes y otros cargos eclesiásticos. Tanto fue así, que el número de pleitos con las sesoras aumentó y esto dio lugar a que se les fueran quitando progresivamente parte de sus roles y derechos legítimos.
En 1633 se emitió un mandato que supuso el inicio de la decadencia de estas sacerdotisas. En 1747, se expidió una Carta-Orden desde el Consejo Real que exigía a los/as ermitañas dejar los hábitos y vestirse con las ropas propias del pueblo llano. Posteriormente, en Guipúzcoa, se prohibió que las Seroras recibieran las oblaciones y limosnas que habían recibido anteriormente durante los sepelios. Finalmente, en 1769 se indicó que no se permitieran nuevos nombramientos, reemplazando las vacantes de las seroras que fallecían o dimitían con sacristanes. Hacia 1800 las Seroras desaparecieron para siempre y el culto a los antepasados pasó a ser totalmente privado.
La imagen de portada fue encontrada aquí: https://heartheboatsing.com/2015/08/13/death-on-the-water/
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