El proverbio vasco dice que “mucho sabe aquel que conoce cómo vivir”. Esta es una máxima que mi abuela, una humilde campesina y señora de su casa, me ha transmitido desde bien pequeña y que me sigue repitiendo y demostrando con sus 96 años. Y no puedo más que admirarla y atender sus consejos porque para mí ha sido un modelo de lo que la vida debería ser. Como se dice popularmente, la gente anciana sabe mucho porque ha sido enseñada por la necesidad (“asko daki zaharrak, erakutsi beharrak”). Es por eso que, en la cultura vasca, se sigue teniendo en gran estima a los mayores, especialmente a las “amonas”, y se escuchan sus palabras.
Mi abuela es una de esas mujeres que apenas pudo ir a la escuela, pero se esforzó por seguir las costumbres y aprender muchas de sus habilidades observando a otras personas, “cogiendo lo bueno” de ellas, aunque tuvieran una moral un tanto cuestionable, una reputación no demasiado ejemplar, estuvieran en una peor posición socio-económica o fueran muy distintas a ella. Así me ha educado: enseñándome mediante la observación, el ejemplo, la transmisión oral, el esfuerzo y la paciencia que supone esperar el momento de poder formular las preguntas adecuadas, recibir las respuestas justas en el momento idóneo y actuar cuando uno/a es requerido/a, está preparado/a, la situación así lo impone o ha demostrado la valía suficiente para asumir un rol activo.
Una de las primeras cosas que he aprendido de ella es el respeto a la vida y a todas sus criaturas. Tal y como la propia Mari nos muestra, toda forma de vida tiene un valor y un propósito, no importa lo pequeño o insignificante que parezca. Todo ser puede enseñarte algo y por eso debes respetarlo. No nos corresponde a nosotros/as juzgar la virtud o las faltas de otros, pues de ello ya se encargará nuestra Dama. Es más importante preocuparnos de comprender nuestro propio valor, mantener nuestra dignidad y nuestro honor.
De ahí se derivan otras lecciones de gran importancia: ser sinceros/as con nosotros/as mismos/as y con los demás, aprender a ser íntegros/as y coherentes con lo que pensamos, sentimos, decimos y hacemos, así como cumplir con la palabra dada o no comprometernos con algo o alguien cuando realmente no podemos, ya que si lo verbalizamos y luego no actuamos, habrá una serie de consecuencias. Recordemos que “todo lo que tiene nombre, existe” y, una vez que la intención se ha materializado en palabras, no hay vuelta atrás (“Agindua zorra, esan ohi da”/ Una promesa es una deuda, se ha dicho siempre). Esto también nos lleva a la prudencia, a tener cuidado con lo que decimos, pedimos, hacemos y dejamos de hacer. Aunque, por supuesto, hay situaciones que comprometen la supervivencia, la integridad personal o moral, así como el bienestar de los nuestros donde corresponde marcar límites claros y tomar medidas de forma rápida, precisa y efectiva, dejando de lado la diplomacia. En tal caso: “Amen: zu hor eta ni hemen” (Así sea, tú allá y yo aquí).
Otras grandes enseñanzas que he recibido son que nada que merezca la pena de verdad se gana sin arduo trabajo (“Garaipena, neke askoren ondorena”/El éxito es resultado de mucho trabajo duro) y que hay que estar agradecidos/as por cada pequeña cosa que el universo nos regala u otras personas nos entregan desinteresadamente, con cariño o agradecimiento. Si nos situamos en una mentalidad comunitarista, nada de lo que tenemos es realmente nuestro e intentar conseguir bienes o conocimientos por la vía rápida, a veces incluso aprovechándonos de lo que otros/as han hecho o están haciendo para allanar el camino, ¿no es una forma de jactarnos y de rapiñar los frutos que esas personas deberían recoger? Como reza el dicho vasco: “Aberats izatena baino, izan ona hobe” (más vale tener un buen nombre que ser rico). Y tal y como Mari demuestra generosidad con la gente honrada y los desamparados en las leyendas, así nos enseñan las abuelas a cooperar, asistir y mostrar diligencia con nuestros/as amigos/as, vecinos/as y todo aquel que necesite de cuidado, pronunciando “egizku beti on, ez jakinarren non” (siempre haz lo correcto, incluso si no sabes a quién beneficias).
El cuidado de las amistades y mostrar fidelidad hacia estas es algo muy valioso para los/as vascos/as y, en consecuencia, la traición es una de las peores faltas (“Bi etxetako txakurra, goseak jan”/ El perro que pertenece a dos casas, muere de hambre). Mi familia por línea materna ha tenido unas relaciones bastante armoniosas, tanto dentro como fuera de la familia. Mi abuela ha sabido conservar sus amistades durante largos años, muchas hasta el momento de su fallecimiento. Algunas de ellas incluso se han convertido en una extensión de la familia de sangre, llegando a tener un vínculo suficiente fuerte para ejercer un papel en ciertos asuntos de la familia. Ahora que mi abuela es mayor y no puede visitarlos, llevándoles dulces, huevos, leche fresca, parte de la matanza, flores del jardín o algún otro presente, es ella quien recibe esas visitas con la mejor de las disposiciones. No obstante, en el Solsticio de Invierno, se acuerda de llamarlos a todos/as o nos pide que escribamos una postal para desearles buenas fiestas. En este sentido, mi abuela tiene bastante claro que, la vida sin amigos, implica una muerte sin vecinos (“Adiskidegabeko bisitza, auzogabeko heriotza”).
La gestión de estas relaciones comunitarias también tiene sus propias reglas, costumbres y prohibiciones. En primer lugar, la capacidad de escucha es, probablemente, la cualidad más valorada. Así nos lo muestra el dicho: “Aditzaile onari, hizt gutxi” (Un buen oyente necesita pocas palabras). Recibir las confidencias de alguien es considerado un honor y una responsabilidad, de modo que la indiscreción está muy mal vista. Es más, nuestros mayores nos advierten que debemos ser vigilantes y desconfiados con aquellas personas que quieren saber demasiado sobre nuestros asuntos personales (“Azeri solas ematen zaukanean ari, gogo emak heure oiloari”/ Cuando el zorro te está dando conversación, concéntrate en alimentar al pollo). Asimismo, se nos previene de hablar demasiado, primero, porque se cree que lo que se dice se manifiesta; luego, porque el que mucho habla, tiene más probabilidades de equivocarse; también, porque centrarnos en nosotros mismos hace que no escuchemos lo que lo demás pueden aportar y esto se considera una falta de respeto; por último, porque aquel que dice lo que le parece sin contrastarlo, puede ofender a alguien y escuchar lo que no quiere oír (“Esaten buduk nahi duana, etzungoduk nahi ez diana”). También suele ocurrir que el que mucho habla, tiende a hacer poco. Sin embargo, no intervenir en una conversación cuando creemos o sabemos que alguien no está diciendo la verdad o está equivocado, es también una imprudencia porque la audiencia asumirá que le das la razón (“Entzun eta isil, baiezko borobil”/ Escuchar y callar, es afirmar en redondo).
Por otra parte, las relaciones interpersonales exigen una justa reciprocidad (“Bakoitzari berea eta beti adiskide”/ A cada cual lo suyo y siempre amigos), gratitud (“Hartzean dena, zortzen dena”/ Lo que recibes, lo debes”), compromiso (“Idia adarretik eta gizona hitzetik” / Coge a los bueyes por los cuernos y los hombres por su palabra), responsabilidad y resolución (“Iraurk egin dezakeana ez uzti besteri egiten”/ No dejes que otros hagan lo que puedes hacer por ti mismo). También se dice que es importante aprender a recibir primero para poder ofrecer algo a cambio a los demás de una forma adecuada (“Jakiteko hartzen, ikas ezazu ematen”) pero, en ningún caso, podemos permitirnos ser aprovechados, ya que la gente acabará retirándonos su favor y generosidad (“Bat eman eta bi hartu, gure etxean ez berriz sartu”/ Dar uno y tomar dos no hará que vuelvan a tu casa). Teniendo en cuenta lo anterior, la ambición, la envidia, la mentira, la pereza y regocijarse de la desgracia ajena, son consideradas prohibiciones sociales, todas ellas reflejadas en los refranes y leyendas populares y castigadas por los espíritus locales.
En cuanto a las relaciones en el hogar, se considera importante que una casa esté llena de vida (personas, animales, plantas), ya que es una manera de darle propósito. Así, el dicho vasco, manifiesta que una casa vacía es pura rabia (“Etxea hutsa, harrese hutsa”). Adicionalmente, se cree que una casa sin fuego es como un cuerpo sin sangre (“Sugabeko etxea, gorputza odolgabea”). Teniendo en cuenta que la Etxea se concibe como una materialización del vientre de la Madre Tierra y espacio generador, protector y reproductor, no resulta extraño que los vascos pusieran tanta atención en ella. Además, en un sentido espiritual, que no haya nadie cuidando de la casa, implica que los espíritus que la habitan padecen hambre y sed por la ausencia de ofrendas. De ahí que si entramos en una casa antigua que ha sido abandonada por mucho tiempo, podamos percibir una sensación de rechazo e incluso de temor, pues esos espíritus realmente pueden llegar a sentirse abandonados y furiosos con los seres humanos. Por otra parte, recordemos que el fuego de la casa es entendido como un espíritu familiar en sí mismo, siendo la chispa que inicia y mantiene la actividad dentro de la Etxea. En relación al fuego del hogar, también existe un proverbio que nos remite a una costumbre que aún se preserva: sentarse más o menos cerca de la lumbre en función de la posición dentro de la familia. El refrán dice así: “Zer dio sutundokoak? Zer baitio zutaizinekoak” (¿Qué dice el de al lado del fuego? Lo que dice el de delante del fuego). Esto hace referencia a que la Etxekoandre es quien tiene preferencia a sentarse junto al fuego, ya que ella lo alimenta. Por detrás de los señores de la casa, están los primogénitos (no importa si son hombres o mujeres) y, tras ellos, se sientan los hermanos pequeños. Así, los hijos menores escuchan lo que sus mayores dicen y, a nivel práctico, también obedecen los mandatos de estos. Otra regla de oro en la gestión de las relaciones familiares es mantener los asuntos de casa, dentro de ella: “Etxeko sua, etxeko hautsez estali behar da” (cubre el fuego de la casa, con la ceniza de la casa).
El matrimonio es considerado un rito de paso y una unión social de gran importancia, en consonancia al poderoso vínculo que Mari establece con su esposo Maju (o Sugaar). La abuela de mi marido solía decir que: “quien acierta en casarse, no se equivoca en nada”. Como esta frase, encontramos otros refranes como “Ezkondu baino lehen, ezagutzea lehenago” (antes de casarte, conoce a tu pareja) o “Nahigabeko ezkontzea, neke eta kaltea” (un matrimonio involuntario no trae más que problemas). Una de las funciones del matrimonio, además de establecer una alianza entre familias y perpetuar o engrandecer el patrimonio, era tener descendencia. Los hijos eran considerados una bendición de la Dama y un símbolo de prosperidad (“Haurrak bihi larri dira”/ los niños son corpulentas semillas). Esto era así hasta el punto de estigmatizar a las mujeres que eran infértiles llamándolas “matxorrak” (machorras) y se recurrían a largos peregrinajes a lugares señalados o hacían ritos de fertilidad como lanzar piedras a ciertos pozos, beber de fuentes sagradas o colocar ropas de bebé bajo el manto de la virgen. La educación de los hijos era una gran responsabilidad que exigía dedicación y dar ejemplo, tal y como expresa el refrán “Hitzetz berzerik beharda, haurrak haziren badiran” (no bastan las palabras para educar a un niño). Dentro de esa educación, se destaca el peso de las enseñanzas y costumbres de la familia: “Ohakoan dena ikasten, ez da jaoiti ahazten” (lo que se aprende en la cuna, nunca se olvida). Y a veces esas costumbres están tan arraigadas que, como reza el dicho, se convierten en ley (“Ohiturak lehe ohi dakar”).
Concretamente, en casa de mi abuela están presentes varios de los elementos folklóricos y costumbres de una Etxea tradicional:
- La conexión con los poderes del agua: la casa se construyó en una chopera (la madera del álamo blanco es estimada en ebanistería porque resiste la erosión del agua), cerca de la llamada “piedra de las lavanderas” (lamias) y próxima a la antigua fuente de “La Rueda” donde las mujeres iban a por agua. Además, se hizo un pozo. En este pozo, es donde suelo dejar las ofrendas para los espíritus de la casa.
- La presencia del fuego sagrado: En la casa se instalaron dos chimeneas, una principal y otra secundaria. Tal y como manda la tradición, mi abuela como Etxekoandre se encargaba de encender y alimentar el fuego (aunque la tarea de cortar la leña está reservada al hombre). Por extensión, la que cocinaba era también ella y nadie más podía remover la olla. La tarea de amasar la hacía igualmente ella, aunque a las niñas mayores nos permitía verter la masa en el recipiente, hacer las formas de los panes y los dulces o decorar las tartas.
- Uso de las cenizas del hogar: cuando mi abuela limpiaba la chimenea, siempre reservaba las cenizas en un cubo. Parte de esas cenizas, las echaba en el jardín y en los campos, con la idea de bendecir las plantas y asegurar su crecimiento. Tradicionalmente, las cenizas también se han utilizado para hacer Kuttunak (talismanes), especialmente para proteger a los niños, aunque también a los animales, tal y como señala José Dueso.
- Plantar un árbol junto a la casa: en nuestro caso, había una higuera y con sus frutos hacíamos mermelada.
- Presencia de plantas de uso popular: mi abuela siempre ha tenido geranios en la ventana o en la terraza porque decía que daban un buen ambiente a la casa. Curiosamente, Barandiarán describe que en la Baja Navarra se creía que el geranio tenía un olor saludable, que servía para renovar el aire de la casa (atraer los buenos aires). Igualmente, recuerdo haberla visto quemando hojas de laurel (o romero) dentro de la casa y asperjando agua bendita por los rincones de las habitaciones. Estas también son fórmulas para arrojar fuera de la casa los “aize txarrak” (malos aires). Asimismo, hacía ramos con laurel y olivo en forma de cruz (bendecidos en Domingo de Ramos) para colgarlos como protección en la casa y evitar las tormentas de granizo (en otras zonas, se usa el espino blanco y el fresno como “pararrayos”). Mi abuela también plantaba albahaca y hierbabuena en la casa. La albahaca es considerada la hierba de Mari (aunque también está asociada a Santa Águeda) y se usaba para alejar a los mosquitos y repeler la enfermedad, aclarar la mente, atraer la prosperidad, evitar la caída del cabello y propiciar un buen parto. La hierbabuena está vinculada a la noche de San Juan (Solsticio de Verano) y se usa tanto para fabricar los famosos ramos como otro tipo de Kuttunak.
- El chivo negro: Según recogió Barandiarán, el macho cabrío es uno de los númenes principales (Akerbeltz) y, en la mentalidad popular, estaba presente que el animal tenía asociadas facultades curativas y protectoras sobre el resto de animales de la casa. En algunos casos, no se tiene tan en cuenta el género y también se acepta como tótem una cabra negra. Mi abuela tenía una cabra negra a la que solo ordeñaba ella. Esta cabra parió tres cabritos, uno de ellos negro (“txoto motxo”), que se quedó como guardián de la casa hasta el día de su muerte.
- El uso de la saliva para sanar: en la tradición vasca, la saliva (listua) es un elemento de sanación y protección contra el “begizko” (mal de ojo). Mi abuela la aplicaba después de hacer los agujeros de las orejas para favorecer la cicatrización y también detrás de las orejas o junto a los orificios de la nariz cuando la piel estaba descamada. También nos frotaba con saliva o con agua de manzanilla para curar los ojos.
- El ritual del pan: en algunos hogares vascos, todavía se conserva la costumbre de que el/la anfitrión/a haga una cruz con el cuchillo sobre el pan para bendecirlo durante la Nochebuena y guardar un trozo del pan en un armario durante el resto del año como forma de protección. Según la creencia popular, el pan no se enmohecía y al final de la cena se le podía dar al perro de la casa para librarlo de la rabia.
- Hilar o tejer durante las noches de Navidad: mi abuela siempre ha tenido por costumbre tejer desde la Noche de Difuntos hasta el final del invierno y suele regalarnos una prenda de lana cada año a cada una de las nietas. No obstante, durante las doce noches que van desde el Solsticio de Invierno hasta la Nochevieja, suele tejer cada noche. Esto podemos relacionarlo con la creencia de que el hilo que se tejía en Navidad protegía a los seres humanos del Diablo y de otros espíritus malignos.
- Poner un vaso de agua corriente en la mesilla de noche: uno de los genios más famosos de la noche es Inguma, el equivalente a la “Pesanta” en Cataluña. Este espíritu es conocido por colocarse sobre el pecho de los durmientes, produciendo una sensación de opresión, ahogo, desasosiego y pesadillas. Aparte de algunas oraciones para ahuyentarlo, se solía poner un vaso de agua de manantial para mantenerlo a raya, o bien convocar la presencia de su contrario Gauargi. Mi abuela siempre duerme con un vaso de agua a la altura de su cabeza.
- Hervir la leche: además de tratarse de una medida de salubridad, la acción de hervir la leche hasta sacar sus vapores se considera una forma de ofrenda para las lamias, especialmente para Amilamia, la más bondadosa y cercana a los humanos entre sus congéneres.
- La luna, el tiempo y los presagios: como comentamos en el artículo anterior, Ilargia, la diosa luna de los vascos, está asociada al tiempo, al destino y a los muertos. Cuando llega la luna llena, se la saluda con la fórmula tradicional: “Ilargi Amandrea, zeruan ze berri?” (Señora Luna, ¿qué nuevas hay en el cielo?) A lo cual se responde: “Zeruan berri onak, orain eta beti” (En el cielo hay buenas noticias, ahora y siempre). Además de esto, mi abuela siempre me ha dicho que, “cuando cambia la luna, cambia el tiempo”. No es una máxima a tomar al pie de la letra, pero es un pensamiento que te lleva a observar sus ciclos y los cambios que se producen en la naturaleza. También cree que la luna llena que está rodeada de un cerco pálido, trae lluvia o heladas (según la época del año), además de presagios y, en ocasiones, muerte.
- El culto a los muertos: esta tarea es, como ya se ha dicho, responsabilidad de la Etxekoandre o de la hija mayor que pasa a asumir la figura de Andereserora (sacerdotisa). Anteriormente, se enterraba a los difuntos de la familia en la Etxea (a los bebés muertos, bajo las raíces del árbol) y luego se pasó a darles culto en el “Yarleku” (sepultura, bien dentro de una iglesia o capilla). Mi abuela, en su día, mandó construir un panteón familiar con un altar de piedra. En dicho altar están todas las fotografías de los difuntos sobre un mantel blanco, bordado en hilo y convenientemente almidonado. A los lados de la lápida se colocan las velas para iluminar a los muertos. En ausencia de la argizaiola tradicional, mi abuela suele colocar lamparillas de cera virgen con aceite de oliva. Asimismo, compra las flores que más le gustaban a los difuntos. En casa, se tiende a poner vino o pacharán para darles de beber y también se puede ofrendar cualquiera de sus alimentos favoritos en vida. No obstante, se solían ofrecer castañas en el “Animen eguna” (Día de Difuntos, anteriormente conocido como “Gatzaiñerre eguna” o “Castañada”)
- Dulces propios para cada fiesta agrícola: en mi familia existe una tradición repostera fuerte y conservamos el libro de recetas de la tatarabuela (cuyos padres trabajaron como panaderos). Este tesoro familiar recoge recetas de dulces asociadas a cada festividad. Por ejemplo, en Santa Brígida o Santa Águeda, se solía hacer leche frita o el famoso pastel de arroz (al que denomino, cariñosamente, “tarta de lamia”); en Equinoccio de Primavera, buñuelos de patata o manzana; en las Fiestas de Mayo, hogazas de pan en forma de helecho o trenzas; en San Juan, pastas de anís u hojaldres (“brasas”); en la cosecha del trigo, rosquillas; en la vendimia, “hojas de parra” y pastas de clarete; en el Día de Difuntos, garrapiñadas o mantecados; en el Solsticio de Invierno, polvorones y mazapanes. Un truco que se me ha transmitido a la hora de preparar los dulces, es que tengo que batir los ingredientes hasta que la masa haga “cordón”. Esta idea del cordón tiene que ver con las energías de ligazón (adur) que permiten materializar cualquier intención, creación o conjuro. La cocina, sin duda, ha sido uno de los espacios más mágicos de la Etxea.
¿Qué otras costumbres de posible origen folklórico se han conservado en vuestros hogares?
Eskerrik asko, Julio de Urquijo, Gotzon Garete eta Jon Aske . Sin vuestro trabajo de recopilación de refranes, las nuevas generaciones no podríamos beneficiarnos de las enseñanzas del saber popular.
La fotografía de familia en la puerta del caserío Isasi Berranengua es de Indalecio Ojanguren: http://www.guregipuzkoa.eus/irudia/?pid=3565